En diversas ocasiones he peregrinado al santuario de la Virgen de Lourdes. Progresivamente he ido descubriendo la figura de santa Bernardette, niña de dedicada salud y a quienes sus contemporáneos tenían por ignorante además de pertenecer a una familia pobre, que no había encontrado más cobijo que el del calabozo del pueblo, convertida en vivienda. Hoy recordamos las apariciones de Nuestra Señora en la gruta de Massabielle, a la orilla del río Gave.

En el evangelio de hoy aparecen esos personajes fastidiosos (que en ocasiones me recuerdan a mí mismo), y que en su afán por la higiene, arremeten contra los discípulos de Jesús, acusándolos de impuros. Me ha recordado aquel momento en que la Virgen le pide a la pequeña Bernardette que excavara con sus manos y se lavara la cara con el agua que manara. Lo cierto es que al principio sólo encontró barro y con él se embadurnó totalmente. La tuvieron por loca, aunque por poco tiempo. Porque después allí mismo empezó a manar una fuente que si trajo salud a algunos enfermos, fue también causa de que muchos encontraran consuelo al amparo de Nuestra Señora.

La Virgen quiso aparecerse a ella, que deseaba permanecer escondida, como hizo después refugiándose, ya como monja, en Nevers, lejos de Lourdes. Allí también encontró a san José, que la guardó bajo su sombra.

Pero vayamos al evangelio, donde aquellos, demasiado listos (y sigo pensando que algo me parezco a ellos), creían conocer a fondo la ley pero Jesús los pone en evidencia. No, le dice, confundís la ley con preceptos humanos y los manipuláis a vuestro antojo; según conveniencia. Y no duda Jesús, el de corazón manso y humilde, en llamarlos hipócritas. Bien conoce Él que si han arremetido contra los discípulos era para hacer caer al Maestro. Pero, me gusta pensar, que Jesús, en esta ocasión como en otras habló con especial severidad porque se trataba de defender a los pequeños, que aún no han aprendido a lavarse las manos antes de comer y que quizás no tienen tiempo de hacerlo porque es mucha el hambre.

En Lourdes se aprenden muchas cosas. Una es la sencillez. Otra el darnos cuenta de que si no somos pequeños y si no entramos en una santa ignorancia (es decir, en reconocer que Dios es infinitamente más sabio que nosotros), nos perdemos lo más grande. De vez en cuando allí alguien se cura y junto con su salud recuperamos todos algo de nuestra inteligencia, a menudo tan cerrada en sí misma que reducimos la verdad a lo que entendemos o nos interesa saber. La Virgen escogió a Bernardette y todos se extrañaron. Pensaban que fingía, pero como la primera sorprendida era ella, hubieron de rendirse a la evidencia de que aquella niña, a la que habían retrasado la comunión por no saberse el catecismo, había visto algo que el racionalismo del siglo no podía alcanzar.

Hoy le pido a la Virgen, que se apareció a Bernardette en Lourdes y que abrió su corazón maternal a los enfermos, a los afligidos y a los pecadores, que me ayude a mantener la sencillez de corazón para no reducir las enseñanzas de Dios mi medida; para que con mi mezquindad no haga trizas el amor que me da.