En el Antiguo Testamento, en diferentes ocasiones, se contrapone el hombre interior a su apariencia exterior. Dios conoce lo que hay en el corazón de cada uno y según eso lo juzga. Dostoievski decía que el corazón de cada uno era el campo de batalla donde luchan Dios y el diablo. Era una forma de decir que ahí se realiza lo decisivo de la vida de cada persona.

En continuidad con el evangelio que escuchábamos ayer Jesús indica que nada del exterior puede hacer impuro al hombre, que todo lo malo nace de su interior y que, por tanto, hay que preocuparse por ello. Si nuestra vida se derrama sólo en lo exterior, pensaremos dos cosas: que podemos dominar y por tanto salvarnos con nuestras solas fuerzas o que, si las cosas van mal, todo es culpa del entorno, de los demás, de la sociedad.

Cuando Jesús nos hace mirar nuestro interior nos señala que el centro de la vida está ahí. Pase lo que pase somos libres y podemos amar o no. Ciertamente el corazón de todos tiene muchos recovecos y no siempre es una tarea fácil saber qué nos pasa, pero no podemos dejar de fijar nuestra atención en él. Quizás deberíamos dar más importancia al corazón. A veces sólo descubrimos que lo tenemos cuando, por ejemplo, algo nos hiere. Entonces, quizás por una mala palabra de alguien, nuestra vida se tambalea. Caemos en la cuenta de que nuesro corazón es el centro de nuestra persona. Pero el corazón siempre está ahí. Lo que sucede es que muchas veces vivimos sólo para el exterior sin hacer caso de qué es lo que produce la verdadera alegría ni de dónde viene esa anguatia o nostalgia que, en ocasiones nos embarga.

Conforme avanzamos en el camino de la vida descubrimos que, quizás, los demás no tuvieron tanta culpa ni las circunstancias resultaron tan decisivas. Vamos percibiendo que somos protagonistas y que junto a nosotros hay Alguien que hace posible la verdadera vida. Entonces aprendemos el camino de la confianza en su misericordia. Ya no nos centramos tanto en lo que hacemos ni juzgamos sobre nuestra vida contraponiéndola a la de los demás. Descubrimos el corazón con todas sus implicaciones: su deseo de felicidad y su incapacidad para alcanzarla porque no somos capaces de amar según la medida que se nos exige. Pero ahí está Dios misericordioso que condesciende a nosotros y nos ofrece la salvación.

Sí, es de nuestro interior, como dice Jesús, que salen los pensamientos perversos. Por ello le pedimos a Dios que nos ayude a guardar el corazón, ese lugar en el que Él también quiere encontrarse con cada uno de nosotros.

Que Santa María nos ayude a acoger en nuestro interior, como ella hizo, la Palabra que nos salva. Que nos ayude a guardarla en nuestro corazón para que seamos capaces de vivir según el designio de Dios.