Lunes 17-2-2020, VI del Tiempo Ordinario (Mc 8, 11-13)

“Para ponerlo a prueba, le pidieron un signo del cielo”. La petición que le hacen unos fariseos a Jesús nos resulta un tanto extraña. Parece como si no se hubieran enterado de nada… Basta con que echemos una mirada a los capítulos anteriores del Evangelio según san Marcos, que hemos ido leyendo en estas semanas, para descubrir una infinidad de signos de Jesús. ¿No habían visto andar a aquel paralítico? ¿No recordaban la resurrección de la hija de Jairo, el jefe de la sinagoga? ¿Y no conocían a muchos enfermos que habían sido curados? ¿No estaban allí cuando expulsó a los demonios? ¿Y cuando calmó la tempestad? ¿No habían visto mudos que hablaban, ciegos que veían, cojos que saltaban, leprosos sanos? Es más, acababan de contemplar con sus propios ojos como el Señor, delante de ellos, había dado de comer con siete panes a cuatro mil personas. Y no era la primera vez… ¿A qué viene esta petición de un “signo del cielo”? ¿Es que no habían tenido bastante?

“¿Por qué esta generación reclama un signo? Os aseguro que no se le dará un signo a esta generación”. En esta escena, Jesús no se anda con rodeos. Él no tiene ningún problema en acoger con misericordia a todo tipo de pecadores, sin hacer acepción de personas. Se muestra comprensivo y paciente con los que tardan en entender sus palabras o no acaban de aceptar sus exigencias en el seguimiento. Pero rechaza de plano a aquellos que se acercan sólo reclamando signos. Ciertamente, no deja de sorprendernos esta actitud tan tajante de Cristo. Podríamos incluso pensar que no es propia de él… Pero Él es así. No podemos pedirle signos, porque Él ya nos los da cuando quiere y cuando nos conviene. Si caemos en la cuenta de todo lo que Dios ha hecho por nosotros, desde la creación del mundo hasta hoy (y ha hecho mucho en estos miles de millones de años…), es imposible que podamos pedirle más signos de su infinito y eterno Amor. Quizás nos puede pasar como a aquellos fariseos, que no habían sido capaces de ver con sus propios ojos tantos y tantos milagros de Jesús. Milagros que sucedían todos los días, delante de sus narices. Pero ellos eran incapaces de ver. En vez de exigir signos, deberíamos pedir al Maestro que nos abra los ojos para ver su Amor que se derrama delante de nuestros ojos día tras día.

“Los dejó, se embarcó de nuevo y se fue a la otra orilla”. Este pasaje resulta muy aleccionador. Los que piden signos al Señor, por la razón que sea, se quedan sin ver esos signos que tanto necesitan y, más todavía, se quedan sin la presencia del autor de todas las obras buenas. Muchas veces queremos un Dios a nuestra medida, que nos responda a nuestros deseos. Queremos ver cosas extraordinarias, sentir emociones fuertes y tocar las cosas divinas. Queremos que Cristo se manifieste y lo veamos claramente; pero eso sí, que se manifieste cuando nosotros queremos, donde nosotros queremos, como nosotros queremos. A veces parece que Dios es para nosotros más el genio de la lámpara o un mago espectacular que el Creador del cielo y tierra, el Todopoderoso, el soberanamente libre para actuar en todo su Universo. Pedimos signos porque nos falta fe… ¡Señor, auméntanos la fe!