Miércoles 19-2-2020, VI del Tiempo Ordinario (Mc 8,22-26)

“Le trajeron un ciego, pidiéndole que lo tocase”. Cada milagro de Jesús es único. El Señor nunca se repite; por eso, cada toque de su gracia obra nuevas maravillas en los hombres. No debemos acostumbrarnos al poder de Jesús, y mucho menos perder el asombro por las obras de Dios, como si fuera la primera vez. El milagro que hoy nos narra el evangelista san Marcos está lleno de detalles. Pidamos al Señor que no nos perdamos ni uno… Como sucede en tantas otras ocasiones, el ciego es llevado a Jesús por algún amigo. El necesitado quizás nunca se habría acercado, pues su vergüenza, su timidez o sencillamente su incapacidad se lo impedían. Pero una mano amiga le condujo al divino Médico de los cuerpos y de las almas. Y es que Dios cuenta con nosotros para acercarle muchos ciegos, sordos, cojos, enfermos, pobres del cuerpo o del espíritu. Nunca sabremos el nombre de aquel que acompañó al ciego a Jesús, pero sin su audacia y su tenacidad nada de esto habría sido posible.

“Él lo sacó de la aldea, llevándolo de la mano”. Sin embargo, este milagro tiene algo de especial: Jesús no cura al ciego delante de todo el mundo. Todo lo contrario. Lo saca de la aldea, a un lugar apartado, y en la intimidad, a solas con él, obra el prodigio. Las cosas de Dios no siempre suceden delante de grandes públicos, de cara a la galería. Más bien al contrario. La obra de Dios en las almas es siempre un maravilloso secreto. Cuando a san John Henry Newman le pidieron que escribiese el relato de su conversión del anglicanismo al catolicismo, al principio se negó aduciendo unas palabras de Isaías: secretum meum mihi (Is 24,16 según la Vulgata latina). Aunque en nuestras traducciones se le da otro sentido al pasaje, literalmente del latín significa: “mi secreto es para mí”. Lo que sucede entre Cristo y yo es para nosotros, y para nadie más. Es nuestro secreto, nuestra intimidad, nuestro diálogo silencioso de amor. Viendo este episodio, uno no puede dejar de pensar que la costumbre tan extendida de exponer las intimidades de nuestra relación con Dios demasiado a menudo (no a nuestro acompañante espiritual, claro) es ciertamente perjudicial para guardar ese secreto y esa intimidad. En un mundo de luz y taquígrafos, de testimonios e historias impactantes, de indiscretos y curiosos, debemos aprender cada vez más la profundidad de aquellas palabras: Mi secreto es para mí, ¡porque es nuestro secreto, Jesús!

“Jesús lo mandó a casa, diciéndole: ‘No entres ni siquiera en la aldea’.” Finalmente, se obra el milagro. Un prodigio, sin embargo, que no sucede de repente, instantáneamente, de inmediato. Jesús no obra a nuestro modo, que queremos todo aquí y rápido. Cuántas veces nos impacienta la espera… Pero Dios tiene sus tiempos. Él quiere escribir una historia con nosotros; y las historias llevan tiempo. Y precisamente esta historia entre Dios y yo es la que debemos guardar bajo llave en nuestro corazón. Después del milagro, Jesús conmina al ciego curado a volver a su casa sin pasar por la aldea. Ya habrá tiempo para proclamar las maravillas de Dios delante de los hombres, pero primero debe aprender a guardar el secreto en su corazón. Pidamos hoy al Señor que, en un mundo de apariencias, superficialidad e imagen, aprendamos que nuestra intimidad es un tesoro demasiado grande y valioso como para irlo despilfarrando a nuestro paso delante de tantos ojos curiosos. ¡Mi secreto es para mí!