Viernes 21-2-2020, VI del Tiempo Ordinario (Mc 8,34-9,1)

“El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”. En el pasaje evangélico de ayer leíamos el primer anuncio de Jesús de su pasión, muerte y resurrección. En este capítulo 8 del Evangelio según san Marcos, el relato ha dado un giro inesperado. Si poco a poco asistíamos a un crescendo en la autoridad, los milagros, la fama, el número de seguidores de Jesús… ahora comienza un lento pero continuado ascenso hacia Jerusalén que le llevará a morir despreciado, solo y abandonado por casi todos en una Cruz. Pedro y los discípulos confiesan que Jesús es el Mesías, pero Jesús les prohíbe severamente que hablaran a nadie acerca de esto. Porque Cristo no quiere ser visto como un Mesías de multitudes, de hechos extraordinarios, de masas enfervorecidas, de revoluciones sociales, de éxitos fáciles y seguros, de poder mundano. El nuestro es un Mesías de sufrimiento, de desprecios, de Cruz. El triunfo de Cristo no es el éxito según el mundo, sino el aparente fracaso del Calvario.

“El que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará”. ¡Cuánto nos asombran estas palabras! ¡Cuánto nos cuesta entender esta paradoja! Perder la vida para ganarla, vaciarse para llenarse, entregarse para salvarse, morir para vivir. Parece que nada tuviera sentido… Pero este ha sido el camino de Cristo. Y, por eso, es el mismo camino de todo cristiano. Si los pasos de Jesús se encaminan hacia el Calvario, ¿por qué pensamos que los nuestros se van a dirigir hacia otro lugar? Hoy Jesús habla claramente: sólo podemos seguirle negándonos a nosotros mismos y cargando con nuestra cruz (la nuestra, la de cada día). El camino de Cristo es el de todo cristiano, y esta senda sube a la Cruz. Pídele a Jesús saber llevar esa cruz de cada día, esa que llega sin avisar, que nos pesa en los hombros, que rehuimos tan fácilmente, que nunca llegamos a entender. Pídele aprender a ver en tu cruz de cada día la misma Cruz de Jesús.

“¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?” Estas mismas palabras se las susurraba en París un vasco enjuto y cojo llamado Iñigo de Loyola a su compañero de habitación, el joven navarro Francisco de Javier. Estas palabras hicieron que un corazón grande dejara de buscar la gloria, honra y fama del mundo para consagrarse a servir al Señor en cuerpo y alma. Estas palabras convirtieron a un estudiante fogoso en un ardiente misionero que encendió en llamas todo el Oriente, recorriendo en barco más de 120.000 km (tres veces la Tierra) para anunciar el Evangelio. Estas palabras transformaron por completo la vida de san Francisco Javier. Estas palabras tocaron su corazón. Estas palabras le ganaron definitivamente para Cristo. ¿Y a ti y a mí nos dejan indiferentes?