En el Evangelio de hoy se nos presenta la presunción de dos apóstoles, Juan y Santiago, los hijos del Zebedeo. Sí, presunción, descaro, quizás egoísmo… pero, ante todo, ímpetu por estar cerca del Señor.

A veces se ha entendido este pasaje como una especie de ‘pecado’ de los hermanos, pero lo cierto es que es una profecía de lo que les ocurrió. Centrémonos para rezar hoy en el apóstol Santiago. ¿Qué le dice al Señor? Que quiere un puesto de honor. ¿Qué le responde al Señor? Preguntándole si será capaz de beber de su cáliz, es decir, ser mártir. ¿Qué le replica el apóstol? Que podrá. ¡Y se queda tan pancho! Y, ¿cómo concluye Jesús? Que así sucederá. Y sucedió, como nos relatan los Hechos de los apóstoles.

Por esto, el apóstol Santiago nos enseña y nos da la esperanza de que un día podremos, pegados a la gracia y a pesar de nuestras traiciones en formas de pecado, consumar esta confesión de amor por el Señor, por la Verdad. Es verdaderamente emocionante contemplar cómo murió el apóstol: dice Clemente de Alejandría, tomando como fuente a aquellas personas que estaban frente al apóstol en aquel trance, que el acusador que condujo a Santiago al juicio, conmovido por su confesión, se convirtió al cristianismo y acabaron decapitados juntos confesando la fe en Jesús. Brutal, ¿verdad?

Santiago, peregrino a Jesús; Santiago, obediente a quien es el Bien y la Verdad; Santiago, mártir, es decir, testigo de Jesucristo hasta la muerte; Santiago, instrumento de Dios para la conversión de su verdugo; Santiago, instrumento para la conversión de millares de peregrinos que, como quien esto escribe, buscábamos fuera, en el vacío, buscábamos donde no encontrábamos, hasta que, peregrinando a Compostela a visitarle encontramos el verdadero camino, encontramos al único al que vale la pena entregar la vida: Jesucristo.

Decidamos entregar nuestra vida a Jesús, pongámonos a su disposición y Él, que ha empezado la obra buena en nosotros desde que nos adoptó como hijos en el bautismo, llevará a término su obra.