La parábola del mendigo Lázaro y el rico Lázaro es de esas que a veces nos pueden incomodar. Y lo hacen porque el Señor la basa en una convicción: existe el infierno. Y esto, en ocasiones, nos inquieta. Pero, pegados al Señor, no deberíamos tenerle demasiado miedo, más allá del Santo Temor.

Sabemos que la muerte es un tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo. Como dijo san Juan de la Cruz, «a la tarde te examinarán en el amor». Y, tras ese examen, esperamos el Cielo, pero el Cielo no es algo que tengamos ya ganado, no es un derecho, sino un don que implorar y merecer. Y, si no lo hacemos, aparecerá en el horizonte el infierno, del cual Jesús habla hoy y que no es un invento de la Iglesia para meter miedo, como dicen algunos, sino algo revelado por Dios.

Si Dios es amor y el cielo es una vida junto a Él, si el Cielo es la plena satisfacción de los deseos, el amor colmado, la alegría certera y plena, esa que no se pasa y que, misteriosamente, se posee, el infierno es justo lo contrario. Es un lugar donde hay una total carencia de amor, incluso por uno mismo.

La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos, como el rico de la parábola, inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, «el fuego eterno». La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios, en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira. Y hay que afirmar una cosa importante: Dios no predestina a nadie a ir al infierno; para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final.

Afortunadamente, y esta es nuestra esperanza, Dios siempre busca hacerse presente a la criatura para darnos su amor. Como decía Santa Teresa, entre el puente y el río anda Dios. Muchas veces podemos tener la tentación de pensar que no merecemos a Dios… pero, afortunadamente, hemos de saber que no se trata de lo que yo merezca o no, sino de lo que su divina bondad me quiera regalar, Y como quiere regalarse por entero, pues yo lo intento aceptar aunque me salga esa expresión preciosa del centurión: no soy digno de que entres en mi casa.

De todas maneras, del mismo modo que decimos que el Reino de Dios ya está entre nosotros, en cierto sentido, debemos afirmar que el infierno se hace presente también. No caigamos en el error de pensar que es algo que no nos incumbe en el hoy de nuestra vida. Si es el vivir en una total ausencia de amor, allí donde hay soledad, y odio, donde hay rencor no superado, donde hay vacío existencial, donde hay un ego enfermizo, narcisismo… ahí hay prefiguraciones del infierno.

A nosotros, como Iglesia, nos toca remar en dirección al Cielo y, por tanto, llenar de amor esos lugares donde el bien, la verdad y la belleza desaparecen. Es decir, donde a Dios se le deja si lugar. Luchemos por nuestra salvación y por la de los hermanos sin más demora.