Reconozco que me pongo a redactar este comentario cuando ya tenía que estar escrito y subido a internet. Pero hay veces que la vida da un vuelco de tal envergadura que cualquier cosa que no sea rabiosamente actual ya está absolutamente pasada y, por tanto, es como “agua pasada que no mueve molino”. Creo que ya sabéis todos a qué me refiero y que no hace falta que dé muchas explicaciones, porque en plena explosión de la epidemia del corona-virus en Madrid, la realidad es verdaderamente dramática.

Me acabo de emocionar al leer el testimonio de una enfermera que agradece a sus hermanas de la parroquia las oraciones que constantemente se elevan hasta el cielo por todo el personal sanitario.

Me llegaron vuestras oraciones el primer día, cuando al ver «el percal», me quise largar a mi casa. Pero sé que al resto de sanitarios también les llegan crean o no en Dios. Vuestras oraciones nos sostienen, nos unen, nos dan fuerza, nos motivan, nos hacen salir de nosotros mismos y hacen que no tengamos miedo. Vuestras oraciones me hacen verle a Él en cada paso que doy. Hay que seguir rezando. Mucho. Hay que rezar por los enfermos. Rezad por las familias. Qué dolor no poder acompañar a los suyos. Están prohibidas las visitas, sólo se da permiso durante un rato cuando el paciente se está muriendo. Rezad para que encuentren alivio en el Señor (…) Y llegan, las oraciones llegan. Lo veo. Os doy las gracias por el reconocimiento a los sanitarios. Últimamente me siento como un bombero de Nueva York el 11S y la verdad, nos motiva. Pero hay Alguien que lo SOSTIENE TODO, que está deseando que le pidamos y le pidamos sin descanso porque quiere concedernos TODO y TODO es ÉL mismo. Mil gracias a todas.

Me conmueve escuchar un mensaje de voz que manda a sus hermanos sacerdotes un párroco de la diócesis de Getafe, diócesis sufragánea y por tanto “hija muy querida” de esta archidiócesis de Madrid. Lo graba y lo envía desde el hospital donde está ingresado junto a su madre que, como él mismo dice está muy malita… y añade:

Perdonadme una confianza; porque estoy pensando mucho en todos vosotros, en todos los sacerdotes. Y quería animaros a no abandonar las parroquias, a no abandonar nuestros altares. Celebrad la Misa los que tenéis la suerte de hacerlo en el altar de la parroquia (ahora cerrada por el riesgo de contagio); ahora sí que podemos decir “por el pueblo”, por nuestro pueblo. Incluso, empiezo a pensar que he perdido la cabeza, pero (…)  sentaos en el confesonario donde confesáis a rezar un rato y a mandar absoluciones a tantos que van a morir sin ella, pero quizá con actos de arrepentimiento… ¡que les llegue esa absolución de sus sacerdotes! Es una hora muy importante para nosotros, porque todo esto nos enseña que somos unos “imbéciles”, que nos encanta hacer grandes eventos evangelizadores, tener muchas cosas en las parroquias (…) pero lo más grande que tenemos en nuestras parroquias es nuestro sacerdocio: ser sacerdotes, no hacer cosas, sino ser sacerdotes. Y ahora todos tenemos la oportunidad de serlo, incluso yo que estoy en la cama, pero eso nadie me lo puede robar: el ofrecer la vida, el ofrecer la vida sacerdotalmente por nuestro pueblo. Mucho ánimo. Ninguno interpretéis mal mis palabras, no juzgo a nadie ni corrijo a nadie, ni quiero ser causa de ningún tipo de división; solamente, con mucho cariño, os animo a vivir esta hora con un corazón muy alto, en lo alto de vuestros altares de las parroquias dejándoos estremecer al veros solos. Solo Jesucristo en tus manos y tú y el Padre. Y mientras tanto, todo ese torrente de redención que brota de vuestras manos para los fieles que os han sido confiados, que nos son confiados. Un abrazo grandísimo.

Parece que ya se ven los primeros frutos de esta pascua. Parece que ya empieza a germinar el grano que en el surco de la tierra muere para dar mucho fruto. Parece que ya se pone de manifiesto por todas partes la vanidad de nuestros planes, cuando son fruto de nuestra sola razón humana, elevada a la altura de las diosas del Olimpo, cuando tienen por fundamento nuestras pobres capacidades, hoy tan sobrevaloradas.

Los humanos, tan engreídos y confiados en nuestro talento, nos hemos dado de bruces con la dura realidad. Y nos hemos partido la cara. De nada valen nuestras fuerzas si no se alían, como en una preciosa sinergia, con la gracia de Dios. “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Pero del día y la hora nadie sabe, ni aun los ángeles de los cielos, sino sólo mi Padre. Mas como en los días de Noé, así será la venida del Hijo del Hombre. Porque como en los días antes del diluvio estaban comiendo y bebiendo, casándose y dando en casamiento, hasta el día en que Noé entró en el arca, y no entendieron hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos, así será también la venida del Hijo del Hombre”, dice el Señor (Mt 24, 35- 39). No existe una verdad sobre el hombre, sobre su origen y su fin, que no se descubra a la luz de la verdad de Dios. Construir la futura polis dando la espalda a Dios es elegir el camino que conduce irremediablemente a la catástrofe y a la ruina total.

Es sumamente providencial que, en el evangelio de hoy, Jesús, para reprocharles su incredulidad a los parientes y vecinos de Nazaret, se refiera precisamente al protagonista de la primera lectura: Naamán, el prohombre del rey de Siria que supo despojarse de sus grandezas y dignidades, cuando para curarse de su lepra se sometió en obediencia a la palabra de Dios que había pronunciado Eliseo, su profeta. “Ve y lávate siete veces en el Jordán. Tu carne renacerá y quedarás limpio”. ¿En aquel riachuelo que era nada, en comparación con los ríos de su tierra? ¿Solo tenía que bañarse en agua? ¿Y por qué siete veces y no seis? Ciertamente, tenía motivos para enfadarse y marcharse dando la media vuelta. Pero Naamán tuvo la humildad de obedecer a Dios. “Bajó, pues, y se bañó en el Jordán siete veces, conforme a la palabra del hombre de Dios. Y su carne volvió a ser como la de un niño pequeño: quedó limpio”.

Esto sí que fue un “baño de humildad”. Como lo está siendo esta desgraciada pandemia para toda la humanidad, un auténtico “baño de humildad”. ¡Sólo había que lavarse! Pero no en cualquier agua sino en la que Dios nos ha señalado: Cristo, su Hijo. Ojalá también nosotros sepamos escuchar a Dios y obedecer su palabra para quedar limpios de esta nueva lepra que nos mata. Para que Dios sea otra vez nuestra salvación y también nosotros podamos decir: “Ahora conozco que no hay en toda la tierra otro Dios que el de Israel”. Amén.