Así de claro. A veces nos parece imposible salir de la espiral de violencia en la que nos metemos cuando nos hemos sentido ofendidos y reaccionamos ofendiendo nosotros también como respuesta. Es lo que llamamos el efecto “bola de nieve”: rueda ladera abajo y va haciéndose cada vez más grande y peligrosa, hasta que resulta imposible de detener. Pero no es cierto, en realidad, sí hay salida. Se llama perdón.

Perdonar no es cosa de gente débil, al revés: perdona el que puede, no el que quiere. Hay mucha gente que no puede perdonar ni, aunque quiera. Y esto, no es signo de grandeza sino de todo lo contrario.

Perdonar no es una carga, es una liberación. Seguro que lo has experimentado muchas veces en tu vida. Mientras que no perdonas a la persona que te ha hecho daño, no terminas de tener paz en tu corazón. Y mientras no tienes paz, es evidente que tampoco puedes darla a los de tu alrededor; por aquello de que “nadie da lo que no tiene”. Este es el drama de nuestro tiempo. Bajo apariencia de paz, en realidad los hombres internamente almacenamos violencias y frustraciones. Basta una chispa de nada para hacer volar por los aires un polvorín que fuimos creando poco a poco, como quien acumula explosivos durante años. Y entonces, a la mínima de cambio, sucede que alguien padece por culpa de nuestro propio malestar interior; es ahí donde surgen el ataque, el abuso o la humillación.

La paz, por tanto, aunque se manifiesta exteriormente, en realidad brota desde lo hondo del ser humano. Del corazón del hombre lleno de paz sale y se comunica la paz a los demás. ¿Y por qué será que hay personas que siempre siembran cizaña y discordia entre los demás? ¿No será que este es uno de los síntomas más evidentes de su falta de paz interior?

En la parábola que Jesús nos propone hoy en el evangelio se subraya precisamente esto. Dios ama sin límite, su amor no tiene medida. Somos nosotros los que somos más o menos capaces, Dios siempre colma nuestra medida. Y la medida definitiva es la que nosotros hayamos conseguido tener al final de nuestros días. Si cada vez hemos amado más y mejor, tendremos una gran dimensión de corazón. Si cada vez hemos amado menos y peor, tendremos una ridícula dimensión de corazón. De ahí la sentencia definitiva: “Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Lo mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si cada cual no perdona de corazón a su hermano”.

En esta cuaresma podemos descubrir cuál es la medida o mejor quién es el referente de nuestro amor: El Padre amoroso. Él es el Padre que nos ama a todos. Y siempre está dispuesto a perdonar, a olvidar. Él siempre está ahí. No tenemos que ir lejos a buscarle. Está justo dentro del corazón amándonos, llamándonos, protegiéndonos con ternura y amor.

Decía la santa Madre Teresa de Calcuta:

Necesitamos mucho amor para perdonar, y necesitamos mucha humildad para olvidar, porque el perdón no es completo a no ser que hayamos olvidado también. Y mientras no podamos olvidar, no hemos perdonado del todo. Y es así como nos hacemos daño los unos a los otros. Sacamos a relucir lo ocurrido en el pasado y continuamos repitiéndolo, lo que significa que no lo hemos olvidado. Necesitamos humildad para perdonar. Y por eso es muy importante aprender a ser humildes, y esa es una de las cosas mas hermosas que Jesús nos pide: “aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”. Él pone primero la mansedumbre, ser manso con el prójimo, manso con los hermanos y hermanas, y humildad con Dios. Entonces, esta mansedumbre, esta humildad; mansedumbre o amor o compasión, o como lo quieras llamar, completa ese perdón. Porque antes de perdonar a alguien, tenemos que darnos cuenta de que necesitamos ser perdonados. Y de ahí viene la humildad de corazón. Y el perdonar es la presencia más grandiosa de la paz.

Pidámosle a Dios que nosotros seamos conscientes de que Él nos ha perdonado siempre y todo. “¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?” Pidámosle también que nos de la mansedumbre y la humildad necesarias para que nuestro perdón sea completo. Para que podamos pasar página sin llevar cuenta de los agravios del pasado. Así es posible el futuro. Y nosotros seremos sus artífices si habiendo perdonado Dios nuestras ofensas, ahora también nosotros perdonamos a los que nos ofenden.