Últimamente al escribir estos comentarios me siento como si fuera uno de esos clásicos reporteros de guerra, de los de antes, esos que tenían que mandar cada noche a la redacción su crónica diaria de los últimos acontecimientos sucedidos y del avance o retroceso del mortal enemigo. Pero esta pandemia que estamos padeciendo es peor que una guerra muy cruel; en parte por ser tan desconcertante y no tener precedentes y en parte también por la sensación de absoluta indefensión con la que nos enfrentamos a un enemigo tan invisible como inevitable. Las personas con las que uno habla se sienten agobiados, sufriendo una terrible ansiedad por la incertidumbre ante el mañana.

En toda época de la historia pasada, la cercanía de la muerte ha ofrecido al hombre la oportunidad de preguntarse por el sentido de todo: lo que hizo y lo que dejó de hacer; lo que tuvo y lo que perdió, lo que fue y lo que no puede dejar de ser. En circunstancias como las que nos está tocando vivir, a uno se le cae la venda de los ojos, esa que nos pusimos para no querer ver la realidad de las cosas. No quisimos escuchar las advertencias, nos hicimos una religión a la carta, despreciamos la verdad y preferimos la comodidad que nos llegó a secar el alma dejándola como un erial helado. Y se acabó la fiesta. Nace aquí entonces una pregunta muy pertinente: ¿qué pasará después del coronavirus? ¿seguiremos igual? ¿solo hay que conseguir sobrevivir a la crisis?

La pregunta que todo hombre se hace al llegarle su hora es si mereció la pena vivir la vida que vivió. Entonces sostengo que si ser cristiano, si ser “de Cristo”, no tiene nada que decir ni que aportar como respuesta a una cuestión tan fundamental; si no significa de hecho que la vida del hombre sea “más que eso” …  entonces, ¿para qué ser cristiano? Para este viaje…  La vida cristiana tiene que ser algo más que cumplir estrictamente unos preceptos. Por eso uno siempre tiene la impresión de que ese «cumplimiento» no puede serlo todo, que tiene que haber algo más.

Desde hace unos meses, cuando alguien viene a confesarse y enumera sus 10 o 12 pecados habituales, normalmente apelando al número ordinal del mandamiento que ha transgredido y se me queda mirando como quien reclama una respuesta; siento que como sacerdote me nace en el interior una rebeldía y una pregunta que no me puedo callar. Al final, inevitablemente se me escapa tan incomodísima cuestión y le interrogo: “¿tú sabes cuál es tu mayor pecado?”. El penitente se queda muy sorprendido como si yo hubiera visto algo que él no conocía de sí mismo. Y entonces añado: “tu peor pecado en realidad no lo has confesado; tu peor pecado es no ser feliz; y como consecuencia de esa situación, más como expresión de debilidad que de maldad, nacen los demás pecados, esos que sí has confesado”. Y termino diciendo: “Tú y yo sabemos que en realidad el mayor pecado es no haber vivido. Porque la vida verdadera consiste en estar donde uno tiene que estar, hacer lo que uno tiene que hacer y todo esto para convertirse en el que uno tenía que ser”. Si el hombre ha logrado esto, ya no tiene miedo a morir porque morir entonces solo es ganar. Es el trámite necesario para alcanzar la plenitud. Estamos hechos para vivir, no para mal vivir, ni siquiera para sobrevivir de cualquier forma.

En el evangelio que escuchamos hoy, Jesús, el maestro, habla de la ley de Dios manifestando una autoridad que solamente se puede arrogar aquel cuya palabra es propiamente la  ley misma. Jesús nos dice que no vino a anular el precepto divino que tanto bien ha hecho al hombre como camino de libertad y de plenitud. Él ha venido a darnos vida y vida abundante. Ahora vivir consiste en estar con Él, en cierta manera podríamos definirla como pertenecerle. Él ha venido a hacer posible lo imposible. Lo genuinamente humano se ha vuelto dramáticamente inasequible para el hombre sin Dios. Sus mayores anhelos, sus deseos más originales y verdaderos se presentan ante la mirada del hombre como una cima inalcanzable. Jesús se manifiesta ahora como el Camino asequible para llegar a la Verdad y alcanzar la Vida en plenitud. Él es la ley viviente. Él es la ley hecha persona. Vivir con Él y como Él, es la felicidad en estado puro. Por eso dice San Pablo que el qué pertenece al Cristo es ya una criatura nueva, disfruta de un nuevo modo de ser y de existir, goza ya en este mundo de una vida plena.

Quizá esta guerra que estamos luchando nos ayude a descubrir cuánto nos hemos apartado los cristianos del acontecimiento original, cuando hemos sustituido la vida verdadera por una experiencia “consumible”, a la altura de nuestros más bajos instintos: poder, materialismo, autonomía, libertinaje, relativismo y minimalismo moral; todo ello revestido de un puritanismo sensiblero que nos ofrece cobertura y nos proporciona una cierta seguridad y una imagen reputada. ¿Dónde está ahí esa plenitud de la que habla Jesús?

Para uno que vive de verdad la vida cristiana cualquier mandamiento es de obligado cumplimiento sin apenas conciencia de haberlo obedecido. El “no matarás” le resulta a uno tan evidente y se da por tan descontado como un “no meter el gato en el microondas”. El verdadero cristiano ama, y el que ama cumpla así la ley entera. El que ama, vive. Y el que vive, no teme a la muerte.

Nos hacemos la guerra a nosotros mismos cuando nos quedamos sin defensa ante cualquier agresión externa. Ese es el verdadero enemigo, no el exterior que nos golpea, sino el interior que nos hace tan vulnerables.

Volvamos a hacer la experiencia que vivieron los primeros discípulos: la adhesión a Cristo. Él es la ley de la vida porque es el verdadero camino, el que nos conduce al Padre y a la vida en plenitud.