No he sido yo. Esta es una de las primeras frases que aprende a decir un niño. ¿Qué tendrá la culpa, como experiencia, que despierta a una edad tan temprana la necesidad de auto justificación? Me parece absolutamente increíble que sean así las cosas. Alguno me dirá que estas palabras, al menos en el niño, intentan evitar el castigo que pudiera sobrevenir como correctivo. Pero, aunque eso fuera cierto, creo que no es solo eso. Es más, incluso en el hipotético caso de que nadie fuera testigo del mal que hemos hecho, seguiríamos sintiendo esta necesidad de auto exculpación. Y eso me parece algo tan extraordinario como elocuente. Además, decir “yo no he sido”, se puede convertir muy fácilmente en una larvada acusación contra otro. Si una obra tiene un autor, si una acción tiene un responsable, y yo digo que “yo no soy”, veladamente estoy diciendo que el autor de ese desaguisado, el responsable de ese desatino es otro, aunque sea mentira.

Desde Adán, en el paraíso original, hasta hoy la cosa no ha cambiado mucho. Cuando Dios pregunta a Adán: “¿acaso has comido del árbol del que te prohibí comer”; inmediatamente se exculpa diciendo: “la mujer que me diste por esposa me ofreció del fruto y comí”. Así comenzó la discordia entre los seres humanos y crece hasta nuestros días.

Lo increíble del tema es que Jesús elige exactamente el mismo camino que Adán, pero en el sentido contrario. Se trata de “desandar” paso a paso lo que Adán “anduvo”, volver a la casa de donde nos fuimos por pura rebeldía. Él es inocente de toda culpa y sin embargo no solamente se siente parte de una humanidad pecadora, sino que elige libremente cargar con las culpas de otros, con tu culpa y la mía.

Por ejemplo, el inicio de su ministerio público coincide con el bautismo que recibe de Juan en el Jordán. Jesús no está haciendo teatro, no hace “como que es” pecador y se pone a la cola entre los demás pecadores y como los demás pecadores “por hacerse el cercano”; él es plenamente consciente de que la humanidad es débil y frágil, y en ese sentido se siente totalmente igual a nosotros.

En el Evangelio hay otros muchos pasajes, acontecimientos de la vida de Jesús, donde se pone de manifiesto esta misma actitud tan paradójica. Por ejemplo, cuando cura tocando con su mano la lepra de un hombre condenado a vivir en despoblado, apartado y lejos de los otros. El hombre quedará sano, pero dice el evangelista que desde ese momento Jesús no podía entrar en las aldeas, era la gente la que tenía que salir fuera para encontrarse con él. Cuando la mujer sorprendida en flagrante adulterio es traída de cualquier manera ante su presencia y la tiran al suelo, a sus pies, esperando escuchar su sentencia de muerte; Jesús, al contrario de aquel hombrezucho que había pecado con ella y del que no quedó nada ni rastro, se puso entre sus acusadores y la pecadora, como queriendo compartir con ella el posible castigo: “El que esté libre de culpa que tire la primera piedra”, una vez más el inocente en el lugar de los culpables. El “yo no he sido” de los hombres tiene como contrapunto el “soy yo, dejad que estos se vayan”, que dijo Jesús en el huerto de los olivos cuando fueron a prenderle. Por último cuando la acusación que se vierte contra Jesús es la de auto proclamarse rey de los judíos, y habiéndole preguntado Pilatos sobre su realeza, él no lo niega: “tú lo dices yo soy rey, y para eso he venido, para dar testimonio de la verdad”.

Como vemos, es una constante permanente que se repite a lo largo de todo el Evangelio: Dios responde auto inculpándose, mientras el hombre se empeña en auto exculparse. La paradoja está servida. Y es que todos los hombres somos pecadores, necesitados de redención, lo queramos reconocer o no; lo sepamos o no. En el Calvario hay un tríptico, en cada uno de los paneles un crucificado. En el centro el único inocente, a ambos lados de él, otros dos realmente culpables. Ahora nosotros elegimos con cuál de estos dos nos queremos identificar. ¿Con el que la tradición llama Gestas, que blasfemaba contra el cielo, que tentó a Jesús incitándole a bajar de la cruz, a salvarse a sí mismo, y que trataba de persuadir a todos de su inocencia? ¿Con el que la tradición llama Dimas, que reprendía a su compañero por no temer a Dios ni estando en el mismo tormento, y que reconociendo su culpa pidió a Jesús suplicándole que se acordara de él cuando llegase a su reino? Es nuestra elección.

Hoy como los dos personajes del Evangelio que hemos proclamado, hemos venido al templo, a la oración. La pregunta es ¿volveremos después a nuestra vida, a nuestros quehaceres, a nuestras tareas ordinarias, igual que como vinimos o habiendo recibido una nueva vida? Jesús describe la oración del fariseo como un verdadero monólogo en el que aquel hombre disfrutaba adornándose y escuchándose a sí mismo mientras se echaba flores y se sentía seguro por su piedad y las obras de justicia que hacía. Un auténtico narcisista que, entre otras cosas, para sentirse mejor necesitaba compararse con el publicando y sentirse superior, moralmente impecable. ¡Qué expresión tan insoportable venga de quien venga esta: “te doy gracias por no ser como este”! Jesús describe al publicano como un pecador de tomo y lomo, con toda clase de detalles que nos hacen formarnos una imagen de él que rebosa humildad: al fondo del templo, sin levantar los ojos al cielo, dándose golpes de pecho, y por fin confesando su culpa: “ten misericordia de mí, que soy un pecador”. El contraste no puede ser mayor. Jesús sentencia: “os aseguro que este volvió justificado a su casa, pero aquel no”. ¡Qué curioso es este tribunal en el que solamente eres absuelto cuando te declaras culpable!¡ Qué curioso este tribunal donde si demuestras tu inocencia, tú mismo te sentencias, eres tú quien te encierras a ti mismo en una jaula de oro, pero jaula, al fin y al cabo, en una estancia toda ella rodeada de paredes de cristal, un espacio protegido pero en el que no cabe nadie y estás condenado a la más profunda soledad. Ahora te toca a ti elegir ¿Dónde quieres estar, con Jesús donde los acusados o con Satanás donde los acusadores? ¿Quién quiere ser de los dos?