El comentario de hoy no podía ser breve… lo siento.

PÓRTICO DEL CIELO

Comienza el Triduo Pascual. Desde la creación del universo no ha vuelto a manifestarse el poder divino en igual intensidad y magnitud. De hecho, estos tres días constituyen una nueva creación: es la Pascua definitiva, el paso salvador de Dios que, asumiendo lo salvable de la primera creación, le da una plenitud insospechada, el Cielo.
Estos tres días asistimos al despliegue incomparable del poder de Jesucristo, el Unigénito de Dios que, como Amante de la humanidad, el Amor de los amores, va a restaurar de una vez para siempre el desamor que introdujo el pecado original. Un acto así contiene una fuerza interior de tal magnitud que ninguna criatura puede realizarlo por sí misma. Sólo Dios hecho hombre, y sólo Él, es capaz de renovarlo todo mediante un único acto: criatura en cuanto hombre, todopoderoso en cuanto Dios, en el misterio de su pasión, muerte y resurrección no sólo da cumplimiento a todo lo anunciado por los profetas, sino que revela el magnánimo designio de amor con su criatura introduciéndonos en su misma intimidad.
Un acto en tres días en que el Cordero de Dios va a crear el cielo nuevo y la tierra nueva. Eso es el Triduo Pascual: el poder creador de Dios que va a salvarlo y a re-crearlo todo.

LA ÚLTIMA CENA:

El cenáculo de Jerusalén podríamos definirlo como la estancia más entrañable del universo, porque es el lugar del corazón de Dios. Esta tarde Jesús, con los más allegados, les va a abrir su alma como en ningún otro momento: el evangelista san Juan dedica la friolera de cinco capítulos a ese testamento que quiere dejarles el Maestro antes de padecer. Allí está el culmen de esos tres años de vida pública, el desarrollo de sus enseñanzas más profundas, sus intenciones más hermosas y divinas, sus promesas más importantes, el mandato del amor y la institución de los sacramentos de la eucaristía y el sacerdocio. Todo llega a su término y nada debe quedarse en el tintero.

En ese mismo lugar, se reunirán los apóstoles atemorizados tras la muerte del Señor; allí le verán por primera vez resucitado; será en el cenáculo donde recibirán el Espíritu Santo, estando reunidos con María, la Madre de Jesús. ¿No es el lugar más entrañable? Nuestro lugar de oración ha de ser siempre el cenáculo: allí comprenderemos, de la mano de María, la cruz y la resurrección en la comunión de la Iglesia.

El Triduo Santo se entreteje con actos extremos, comenzando por el Jueves Santo: “los amó hasta el extremo”. Ayer contemplábamos el extremo de la traición y del pecado en el que estamos hundidos. Hoy contemplamos su anverso luminoso y eterno en un Dios hecho hombre que nos ama con locura: la locura y el extremo de la eucaristía, el deseo del Amante de estar con sus amados todos los días de nuestra vida. San Pablo relata cómo desde el comienzo la Iglesia repitió aquello que Jesús les pidió a los Apóstoles: “Esto es mi cuerpo; esta es mi sangre”. Y otorga a la Iglesia el medio para llevarlo a cabo: “Haced esto”, instituyendo así el sacerdocio ministerial. Dos obras divinas que cimientan la Iglesia y permiten a Cristo estar presente en medio de los hombres.

El sacerdocio es un don de Cristo para la humanidad, y así lo ha experimentado la Iglesia en la vida santa de tantos presbíteros a lo largo de su historia. Son quienes perpetúan en el tiempo el único sacerdocio de Cristo, y le prestan su voz, sus manos, para continuar realizando las obras del Maestro en medio de los hombres. Pero sólo sirven cuando sirven. El lavatorio de los pies manifiesta la grandeza de un Dios que sirve, y encuentra en ese servicio por amor el camino de su plenitud. Esta vocación de servicio la vivimos todos los cristianos, pero de un modo especial, Cristo se lo enseña a sus sacerdotes en la Última Cena. Ellos sirven como el Maestro cuando Él es el centro de su vida interior, cuando la vocación la mantienen viva alimentándola con la Palabra de Cristo, celebrando los sacramentos con la conciencia de ser el mismo Señor quien los celebra y apacentando con el Corazón del Pastor al rebaño que se les ha encomendado. Hoy recemos porque los sacerdotes vivamos siempre de lo que somos por el sacramento del orden: sacerdotes de Jesucristo.

El cuerpo roto, traspasado y la sangre derramada en la Cruz del Viernes Santo, Jesucristo lo adelanta sacramentalmente en la Última Cena. De este modo en la eucaristía llega a plenitud el ritual más importante para el pueblo judío: el sacrificio del cordero pascual. En la primera pascua, la sangre de los corderos degollados rociada en los dinteles detuvo la muerte de los primogénitos. El paso de Dios fue exterminador para los egipcios; pero para los israelitas fue paso salvador, de ahí el nombre de “Pascua”. Ahora, esa imagen del antiguo testamento da paso a la realidad: ya no es un cuadrúpedo el que es sacrificado sino el mismo Mesías. Él será desde entonces el único Cordero de Dios. La Iglesia celebra la Pascua, pero no sacrifica muchos corderos: la Iglesia vivirá permanentemente del sacrificio del único Cordero inmolado, que murió una vez para siempre, y cuya sangre es rociada en nuestras almas para purificarnos el pecado. Esto es el aspecto sacrificial de la Misa. Mañana nos adentraremos en el abismo de la muerte de Dios.

El Señor ofrece su vida por amor. En el cenáculo revela la plenitud de la nueva vida que nos trae: el amor perfecto, que es el que brota de su Corazón. Unos versículos más adelante del mismo capítulo 13, de donde está tomado el evangelio, el Señor revela el mandamiento nuevo: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros«. La nueva medida es un Corazón perfectamente humano y, a la vez, perfectamente divino que nos ama hasta el extremo. De ahí brota el gran don para la humanidad que es el Amor de Dios manifestado en Jesús, el tesoro inagotable que, abierto en la cruz, se convierte para todos los pecadores en la fuente de agua viva de la que beber una misericordia sanadora que da la vida eterna. Recostemos como San Juan nuestra cabeza en el pecho del Señor para escuchar sus latidos.

Pero en esta intimidad del cenáculo —¿a que es el lugar más entrañable del mundo?—, puede terminar todo en un gran plof: ¡hoy nos toca privarnos de la comunión sacramental! ¡Vaya pifia de Jueves Santo! ¡Y yo aquí enclaustrado en mi casa!

Te propongo algún remedio: ve con la imaginación a la iglesia más cercana, a tu lugar de oración preferido, que en el fondo será siempre el cenáculo, el único cenáculo en que Jesús te entrega la eucaristía y se pone a lavarte los pies, amándote hasta el extremo. Pero si no te es suficiente y no consuela tu corazón, permite que termine con unas consideraciones que creo importantes. El bautismo nos hace hijos de Dios y templos del Espíritu Santo: Dios Padre, Hijo y Espíritu habitan en el corazón en gracia del cristiano. Es una presencia real, aunque se da de un modo espiritual, y eso a veces nos dificulta que lo percibamos bien en su profundo sentido. Aunque la realidad del sacramento de la eucaristía se de en el ámbito material y físico (el pan y el vino), su fin no lo es tanto: el fin de la eucaristía es la comunión perfecta del hombre con Dios. Y esto no lo produce el hecho mismo de comulgar: ¡lo concede el hecho de estar conectados en el alma, de estar enamorados! Y al estar conectados en el alma, es más fácil estar conectados en el cuerpo. Eso es lo que significa vivir en gracia de Dios: mi vida es acorde con lo dispuesto por el Señor y con lo que me pide la Iglesia como Madre. El sacramento es temporal, es decir, se da mientras vivamos aquí en la tierra, pero en el Cielo no será necesario, porque veremos a Jesús directamente sin intermediarios gracias a ese don sobrenatural llamado «gracia santificante»; habrá una comunión espiritual, pero en el mismo Espíritu Santo, que nos hará vivir en comunión plena y perfecta con Jesús para toda la eternidad. La gracia es como las ondas de la televisión: están por todos lados, pero nadie las ve porque son invisibles; hace falta un televisor que traduzca esas ondas invisibles en imágenes. El sacramento es como el aparato de la televisión, que «encarna» esas hondas en imágenes que tú puedas ver. Aquí en la tierra necesitamos el televisor; en el Cielo, no lo necesitaremos.

Estos días se está hablando mucho de la comunión espiritual. Creo que puedes  aprovechar las circunstancias actuales para profundizar en esto y aprender a vivir en comunión con Él desde las mismas entrañas de tu alma. ¡Verás cómo será la próxima vez que puedas comulgar y estar un rato de adoración ante Él…!