Igual que ayer, hemos querido plasmar la liturgia de la palabra de hoy en el diseño de esta portada; e, igual que ayer, pido perdón, pero el Viernes Santo no es para ser breve.

EL DESCENSO

Situamos el comentario a las lecturas de hoy en el marco incomparable de su celebración propia.
Hoy muere el Señor, y simbólicamente debemos hacerlo también con él abrazando la cruz, nuestra cruz, y llevándola cada día. Los oficios de la Pasión del Señor contienen unos rituales completamente únicos que nos ayudarán en esta tarea:
—El tabernáculo está vacío, con la puerta abierta y la vela apagada. Jesús no está.
—No hay manteles, ni velas, ni flores, ni luces, ni siquiera un crucifijo presidiendo la celebración (deberían estar cubiertos)… ¡No hay nada!
—No hay campanas. En los pueblos, la llamada a los oficios del Viernes Santo, llamados antiguamente «oficio de tinieblas», se hacía con la carraca, no con las campanas. Producen un sonido áspero y desgarrador que semeja el graznido continuado de un cuervo.
—Hoy no se celebra el sacramento de la eucaristía porque Él se ha ido.
—El sacerdote, revestido del rojo de la sangre, comienza la celebración en silencio y postrado en tierra, con todos los fieles de rodillas acompañándole, como queriéndonos dejar abrazar por las entrañas de la tierra y del barro de nuestra inmensa pobreza y pecado por las que Cristo ha muerto.
—La liturgia no comienza con la señal de la cruz, ni con el saludo habitual «el Señor esté con vosotros»; apenas un lacónico “oremos” que, de ser cantado, lo será en su tono más simple. Los tubos de órgano también lloran y callan, salvo para mantener tenuemente el acompañamiento de los cantos.
—Se lee la Pasión según San Juan, a la que precede un cántico del siervo, de Isaías y la carta a los hebreos.
—Tras la homiliía, la Iglesia eleva a Dios unas peticiones muy particulares y extensas: la oración universal es una oración de intercesión, puesto que la muerte de Cristo fue el gran acto de intercesión ante el Padre por los pecadores; la Iglesia, siguiendo al Maestro, pide por la humanidad. Se añadirá una oración especial por el fin de la pandemia.
—La cruz no está desde el principio, sino que entra en procesión en la iglesia tras la homilía y es venerada por toda la asamblea. El Viernes santo adoramos el árbol de la cruz, no al crucificado que ha muerto en ella: «Mirad el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo»; a lo que la asamblea responde: «venid a adorarlo». El primer árbol y el primer fruto culminaron en el pecado del Edén; el nuevo árbol y el nuevo Fruto del que come toda la humanidad por la eucaristía, restaura el daño original. Hoy se reza el estremecedor himno «Oh Cruz fiel», que hemos puesto para su meditación al final del comentario.
—En el rito de la comunión, que comienza revistiendo el altar y el rezo del Padrenuestro, no hay gesto de paz.
—No comulgamos la sangre de Cristo, sólo su cuerpo, que quedó reservado en el monumento el Jueves Santo.
—Terminada la comunión, todo vuelve a estar vacío como al inicio. Tan solo la cruz que hemos adorado se ha añadido a la vaciedad ornamental con la que comenzamos. A esto se añade hoy el vacío de los fieles. El Papa solo en la mayor basílica de la cristiandad…
—El sacerdote no termina bendiciendo ni despidiendo a la asamblea diciendo «podéis ir en paz». La celebración finaliza con el «amén» a la oración conclusiva.
—La despedida se hace con genuflexión a la cruz (no al crucificado), a la que se venera de modo único el Viernes Santo con culto de «latría relativa», podríamos decir, porque no está el santísimo Sacramento. Se hinca la rodilla derecha. La izquierda se hincaba tradicionalmente en suelo ante los reyes de la tierra; pero se reservaba la derecha al Rey de reyes y Señor de señores.

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El domingo de Ramos explicaba a mis feligreses (en YouTube) que la Pasión de Cristo es el aspecto más incomprensible del poder de Dios. Cuando hablamos del “poder”, de Dios Todopoderoso, tendemos a relacionarlo con portentos como los milagros, la introspección de las conciencias, la profecía, el acto de la creación del universo y, por supuesto, la resurrección. Pero lamentablemente, en estos razonamientos caemos fácilmente en la tentación de quitar al poder divino una cualidad esencial: el amor con el que Dios obra. Es decir, le quitamos lo que coloquialmente diríamos que es su “humanidad”, su «personalidad». La Última Cena es incomprensible sin ese acto interno amoroso de Dios que llega hasta el extremo de la eucaristía, el sacerdocio y el servicio, manifestado en el lavatorio de los pies. Y es precisamente allí donde el Señor nos está manifestando su modo peculiar se ser Todopoderoso. Es un poder esencialmente amante y necesariamente servicial. ¡Es que Él es así! Pero hablar del poder de Dios cuando lo vamos a ver destrozado desmonta completamente cualquier imagen ideal y perfeccionista de la divinidad. Nos cuesta procesar que Dios sea Todopoderoso en el sufrimiento del siervo de Yahvéh, de su Hijo Unigénito. Jesucristo nos desmonta completamente en su pasión y muerte.

Sólo el Amor de Dios, esa cualidad tan propia suya, el detalle que le hace inmensamente personal y no una máquina, nos permite adentrarnos mínimamente en lo que hoy sucede. Como afirma Isaías (en uno de los fragmentos más bellos de todo el Antiguo Testamento), hoy veremos “algo inenarrable”: al hombre más luminoso de la historia adentrarse en el origen mismo de la tiniebla que entró en la humanidad por el pecado, y va a cargarla sobre si mismo: “cargó con los crímenes de ellos”, es decir, nosotros.

El sacrificio tiene como fin restaurar el pecado cometido. Pero en la antigua ley era sólo simbólico: el pecado se cargaba en el cordero (un cuadrúpedo) simbólicamente y se soltaba en el desierto como expiación por el pecado cometido. Ahora, no hay ningún simbolismo, sino la más cruda realidad: Jesús es el Cordero de Dios que va a cargar sobre sus hombros nuestras tinieblas para clavarlas a la cruz y, lavando nuestras almas por su sangre redentora, redimirnos de la esclavitud del pecado. En épocas de esclavitud, se podía comprar la libertad para alguno de los esclavos. En el ámbito espiritual, Cristo, subiendo a la cruz, ha “pagado» al Padre el precio del rescate por todos nosotros. Y no ha pagado con dinero, sino sustituyendo su vida por la nuestra, la tuya y la mía. En teología esto se llama una «muerte vicaria»: Él ocupa el lugar que te correspondía como reo y condenado. Además, encontramos en este sacrificio de Cristo un acto extremo: quiere abrazar no sólo a los judíos, sino a la humanidad entera. Sólo Dios puede realizar en un único acto una redención tan copiosa y universal.

Lo dramático de la cuestión, y esa es una pregunta habitual de los grandes teólogos, que son los niños, es que Dios no tenía porqué llevarlo a cabo de un modo tan cruel. Y es aquí donde el Amor de Dios se sumerge a unas profundidades abisales imposibles que nos provocan temor. Nos quedamos impotentes e indefensos contemplando estas escenas: “Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca: como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca”. “¡Salve, Rey de los judíos!”. “¡Crucifícale! ¡Crucifícale!”. ¿Por qué, Señor? Guíame en esta escuela del sufrimiento redentor.

Cada uno de nosotros ha de coger la cruz de cada día y llevarla como la llevó Jesús: con un amor profundamente misterioso que sólo Él conoce, y que sólo aprenderemos si caminamos unidos y pegados a su gran Corazón. Es lo que santa Teresa Benedicta de la Cruz denominó la “ciencia de la Cruz”, algo sólo asumible en el camino de la intimidad de la oración y contemplación personal. Pero ese paso, esa «pascua» particular y personal de cada uno por el dolor y el sufrimiento, son inevitables. Es mejor luchar por darle un sentido sobrenatural mirando la cruz de Cristo y ofreciéndonos con Él, que acabar en la desesperanza sobrepasados por el sinsentido que implica nuestro propio sufrimiento o el de los demás.

De la carta a los Hebreos tomamos una consideración. Contemplando la Pasión y adentrándonos en su interioridad redentora, no podremos decir jamás que Dios no comprende el sufrimiento de las personas, tanto físico como moral. Y se suman el dolor de los inocentes, los indefensos, los pobres, los enfermos, los que sufren violencia de todo tipo, y otros infinitos males que hacen de esta humanidad un lugar atroz de sufrimiento. Y aún así, la pregunta sobre “¿dónde está Dios?” cuando llegan las calamidades, como la actual pandemia, siguen alimentando las conciencias de corazones que no se han parado a preguntarse sobre el significado del crucifijo. ¡Y es que hoy la cruz empieza a sobrar en casi todos los sitios! “Jesús no le dio respuesta”. ¡Señor, sigues tan callado ante tanto sufrimiento…! Y, quizá, comprenderemos hoy que, con ese silencio ante Poncio Pilato, Cristo estaba no hablando, sino gritando: ya lo está diciendo todo. Pero no le escuchamos. Como afirma la carta a los Hebreos, “no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo, como nosotros, menos en el pecado”. Jesús comprende nuestro dolor y nuestra debilidad mejor que nadie. Cuanto mayor sea tu dolor, que mayor sea tu oración y tu ofrecimiento.

Como no podía ser de otro modo, terminamos mirando a María. Jesús, a punto de morir, entrega todo lo que tiene, hasta lo más valioso e íntimo, que es su Madre. La deja en manos de San Juan Evangelista, el discípulo amado: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Pero, sabiendo que Cristo nunca da puntada sin hilo, en el discípulo amado estamos tú y yo representados. Por lo tanto, Cristo en la cruz, a punto de morir, nos ha encargado cuidar a su Madre, que desde ahora es, por mandato suyo, ¡la tuya!: «Ahí tienes a tu madre». Pero el lugar de esa valiosa entrega que nos hace Jesús es al pié de la Cruz, de la Santa Cruz. Que el Via Crucis que hoy rezarás, quizá unido al papa Francisco en el Vaticano (hoy no hay Coliseo, como es lógico), lo recorras pegadito a tu Madre: «iuxta crucem Iesu».

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HIMNO DEL VIERNES SANTO
(Para el momento de la adoración de la Cruz; también se reza en el oficio divino)

¡Oh Cruz fiel, árbol único en nobleza!
Jamás el bosque dio mejor tributo
en hoja, en flor y en fruto.
¡Dulces clavos!
¡Dulce árbol donde la Vida empieza
con un peso tan dulce en su corteza!
  1. Cantemos la nobleza de esta guerra,
    el triunfo de la sangre y del madero;
    y un Redentor, que en trance de Cordero,
    sacrificado en cruz, salvó la tierra.
  2. Dolido mi Señor por el fracaso
    de Adán, que mordió muerte en la manzana,
    otro árbol señaló, de flor humana,
    que reparase el daño paso a paso.
  3. Y así dijo el Señor: «¡Vuelva la Vida,
    y que el Amor redima la condena!»
    La gracia está en el fondo de la pena,
    y la salud naciendo de la herida.
  4. ¡Oh plenitud del tiempo consumado!
    Del seno de Dios Padre en que vivía,
    ved la Palabra entrando por María
    en el misterio mismo del pecado.
  5. ¿Quién vió en más estrechez gloria más plena,
    y a Dios como el menor de los humanos?
    Llorando en el pesebre, pies y manos
    le faja una doncella nazarena.
  6. En plenitud de vida y de sendero,
    dió el paso hacia la muerte porque él quiso.
    Mirad de par en par el paraíso
    abierto por la fuerza de un Cordero.
  7. Vinagre y sed la boca, apenas gime;
    y, al golpe de los clavos y la lanza,
    un mar de sangre fluye, inunda, avanza
    por tierra, mar y cielo, y los redime.
  8. Ablándate, madero, tronco abrupto
    de duro corazón y fibra inerte;
    doblégate a este peso y esta muerte
    que cuelga de tus ramas como un fruto.
  9. Tú, solo entre los árboles, crecido
    para tender a Cristo en tu regazo;
    tú, el arca que nos salva; tú, el abrazo
    de Dios con los verdugos del Ungido.
  10. Al Dios de los designios de la historia,
    que es Padre, Hijo y Espíritu, alabanza;
    al que en la cruz devuelve la esperanza
    de toda salvación, honor y gloria.