Comentario Pastoral

RECONOCER A CRISTO EN LA ALEGRÍA DE LA FE

El evangelista San Lucas habla de dos discípulos de Emaús, comentarista solitario de los hechos acaecidos en Jerusalén. Pero cuántos discípulos de Emaús han existido a lo largo de la historia: los caminantes en soledad por las múltiples calzadas de la vida, los pensadores aislados que rumian ilusiones perdidas. Los pesimistas miopes ante los acontecimientos que configuran el misterio de la existencia. Los discípulos de Emaús, de quienes habla el evangelio de este tercer domingo de Pascua, están tristes porque creían muerto a Cristo; muchos cristianos de hoy están tristes a pesar de creerlo vivo y haber proclamado su resurrección en la Noche Santa.

Es un misterio que Dios camine al lado del hombre, sin darse a conocer de entrada. No deja de ser sorprendente que Cristo esté cerca de cada uno en el mismo momento en que se deplora su ausencia. Jesús va de camino con todos.

La tristeza y el pesimismo se esgrime como razón evidente y natural ante las dificultades de la vida y ante los forasteros que se acercan para plantear cuestiones como si viviesen en la utopía o en la luna. Y se manifiestan argumentos que no convencen: «algunas mujeres vinieron diciendo… algunos de los nuestros fueron también al sepulcro… pero a él no le vieron».

Es verdad que el creyente necesita la explicación de las Escrituras para poder creer lo anunciado, es decir, ver la historia del pasado cumplida en el presente. Cuando se recibe limpiamente la iluminación de la Palabra de Dios se supera la radical necedad y torpeza humana.

La conversación del camino a Emaús se concluye con una invitación a compartir la mesa del atardecer. El compañero todavía desconocido, que había impresionado a los dos discípulos por la autoridad y conocimiento con que hablaba de las Escrituras, bendijo, partió y dio el pan. La Palabra se hizo comida, sacramento, y el amigo hasta entonces visible se hace invisible desde este momento. Los que habían visto sin conocer, ahora conocen sin ver. No son los ojos de la cara, sino los de la fe los que permiten ver resucitado a Cristo.

Se levantaron y desandaron el camino para ir al encuentro de los demás y comunicarles que habían reconocido a Jesús en el gozo de la fracción del pan. Solamente desde la experiencia pascual se puede entender la Palabra que se cumple en la Eucaristía.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Hechos de los apóstoles 2, 14. 22-33 Sal 15, 1-2 y 5. 7-8. 9-10. 11
san Pedro 1, 17 – 21 san Lucas 24, 13-35

 

de la Palabra a la Vida

No se puede dar testimonio de la resurrección de Jesucristo sin la Sagrada Escritura, pues es esta la que nos ofrece el primer testimonio de la resurrección de Jesucristo. La Iglesia, que sabe esto bien, ha dedicado una Cuaresma de días intensos a orar con la Palabra de Dios, para que ahora en la Pascua, sucedido el misterio de gloria, valoremos lo que hemos recibido y, con certeza, lo vivamos en la alegría correspondiente. Lo que Cristo enseña a los discípulos de Emaús mientras van de camino es esto: que no se puede entender lo que Cristo ha hecho, lo que Cristo es, sin llevar en lo profundo del corazón la Palabra de Dios.

El camino que aquellos dos discípulos realizaban lo hacemos tan a menudo nosotros en la vida, ese camino que, ante lo que nos ha superado, ante lo que no ha salido según nuestra expectativa, no se aferra a la Palabra de Dios sino al lamento, a la decepción… Pero Cristo se manifiesta ante ellos como se ha manifestado a lo largo de toda la historia: Él es el que nos acompaña. Pacientemente nos acompaña. Su compañía puede parecemos unas veces más activa que otras, más clara que otras, pero es indudable. Sólo requiere que no nos dejemos llevar por lo aparente, por lo sensible, por lo inmediato, para que seamos capaces de descubrir su presencia permanente escuchándonos, animándonos, explicándonos. De hecho, el que nos ha acompañado en su Palabra, nos acompaña ahora para hacer que la entendamos.

El apóstol Pedro es el exponente claro de esto mismo. Pedro ha aprendido lo que Cristo ha hecho con los dos de Emaús, lo que tantas veces hizo con los Doce. Pedro ha aprendido que Cristo explica las Escrituras de una forma muy peculiar: haciéndoles ver que estas hablan de Él y de su Pascua. Solamente con esa forma de fe pueden interpretarse los libros escritos con fe, y así hace Pedro en la primera lectura, cuando toma el Salmo 15 y lo interpreta como referido a la Pascua del Señor. No era de David de quien hablaba, que murió y no resucitó, sino que hablaba de Cristo. Igualmente, en la segunda lectura, cuando toma toda la tradición del cordero pascual y del profeta Isaías para explicar que Jesús, en la cruz, ha cumplido plenamente lo que anunciaban los animales. Así, Cristo ha acompañado a su pueblo por la Palabra, y lo sigue haciendo por medio de quienes son capaces de explicar así también la Palabra. En verdad, en el relato de los dos de Emaús, se nos estaba anunciando cómo aprender a leer la Escritura, cómo estamos de necesitados de, en tantas ocasiones, no dejarnos vencer por el desánimo o la falta de fuerzas, no empeñarnos en cómo vemos nosotros las cosas, no insinuar que la Palabra de Dios no puede aportar a nuestra vida moderna nada de verdad, sino confiar en la Palabra que se nos ha dado como luz y alimento. La Iglesia nos sigue dando esa Palabra cada día, nos pone en ese camino para que no nos dejemos ahogar por nuestras decepciones, sino que seamos capaces de descubrir a Cristo que nos acompaña.

La Iglesia ha aprendido como Pedro, y sólo espera de nosotros esa actitud de querer escuchar, de querer acoger, de querer cambiar y de querer contar, tal y como hicieron los de Emaús. El resucitado nos acompaña, con su Palabra y con su Sangre, como nos dice hoy la Liturgia de la Palabra, y así el discípulo aprende a escuchar, a acoger, a confiar. Si nosotros aceptamos salir de nuestras cosas a la voz de la Palabra de Dios. Porque, si no lo hacemos, siempre pensaremos que estamos solos, que no nos queda esperanza, que sálvese quien pueda. Pero si aceptamos escuchar la Buena Noticia… entonces todo tiene color, todo se llena de vida y alegría.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

Si el día del Señor, con su ritmo semanal, está enraizado en la tradición más antigua de la Iglesia y es de vital importancia para el cristiano, no ha tardado en implantarse otro ritmo: el ciclo anual. En efecto, es propio de la psicología humana celebrar los aniversarios, asociando al paso de las fechas y de las estaciones el recuerdo de los acontecimientos pasados. Cuando se trata de acontecimientos decisivos para la vida de un pueblo, es normal que su celebración suscite un clima de fiesta que rompe la monotonía de los días.

Pues bien, los principales acontecimientos de salvación en que se fundamenta la vida de la Iglesia estuvieron, por designio de Dios, vinculados estrechamente a la Pascua y a Pentecostés, fiestas anuales de los judíos, y prefigurados proféticamente en dichas fiestas. Desde el siglo II, la celebración por parte de los cristianos de la Pascua anual, junto con la de la Pascua semanal, ha permitido dar mayor espacio a la meditación del misterio de Cristo muerto y resucitado. Precedida por un ayuno que la prepara, celebrada en el curso de una larga vigilia, prolongada en los cincuenta días que llevan a Pentecostés, la fiesta de Pascua, «solemnidad de las solemnidades», se ha convertido en el día por excelencia de la iniciación de los catecúmenos. En efecto, si por medio del bautismo ellos mueren al pecado y resucitan a la vida nueva es porque Jesús «fue entregado por nuestros pecados, y fue resucitado para nuestra justificación» (Rm 4,25; cf. 6,3-11). Vinculada íntimamente con el misterio pascual, adquiere un relieve especial la solemnidad de Pentecostés, en la que se celebran la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, reunidos con María, y el comienzo de la misión hacia todos los pueblos.


(Dies Domini 76, Juan Pablo II)

Para la Semana

Lunes 27:

Hch 6, 8-15. No lograban hacer frente a la sabiduría y al espíritu con que hablaba.

Sal 118. Dichoso el que camina en la voluntad del Señor.

Jn 6, 22-29. Trabajad, no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna.
Martes 28:

Hch 7, 51-8, la. Señor Jesús, recibe mi espíritu.

Sal 30. A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu.

Jn 6, 30-35. No fue Moisés, sino que es mi Padre  el que da el verdadero pan del cielo.
Miércoles 29:
Santa Catalina de Siena, virgen y doctora, patrona de Europa. Fiesta.

1 Jn 1, 5-2, 2. La Sangre de Jesús nos limpia los pecados.

Sal 102. Bendice, alma mía, al Señor.

Mt 11, 25-30. Has escondido estas cosas a los sabios y las has revelado a la gente sencilla.
Jueves 30:

Hch 8, 26-40. Siguió su viaje lleno de alegría

Sal 65. Aclamad al Señor, tierra entera.

Jn 6, 44-51. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo.
Viernes 1:

Hch 9, 1-20. Es un instrumento elegido por mí para dar a conocer mi nombre a los pueblos.

Sal 116. Id al mundo entero y proclamad el Evangelio.

Jn 6, 52-59. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida.
Sábado 3:
San Atanasio, obispo y doctor de la Iglesia. Memoria.

Hch 9, 31-42. La Iglesia se iba construyendo y se multiplicaba animada por el Espíritu Santo.

Sal 115. ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?

Jn 6, 60-69. ¿A quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna.