Viernes 8-5-2020, IV de Pascua (Jn 14,1-6)

“Que no tiemble vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí”. En la Última cena, Jesús veía perfectamente temblar el corazón de sus discípulos. Nadie se atrevía a decirlo, pero todos percibían que aquella velada tenía sabor de despedida. Era bien conocida la oposición de los principales líderes judíos hacia Jesús, exasperados por las grandes manifestaciones y los milagros espectaculares, como la resurrección de Lázaro o la entrada triunfal en Jerusalén. Los mismos apóstoles lo sabían. En la última subida hacia la Ciudad santa, Tomás había expresado en voz alta lo que todos pensaban en su interior: “Vayamos y muramos con él”. En la intimidad del Cenáculo se respiraba un aire de tristeza, de adiós, de dolor… y ese sentimiento invadía el corazón de los discípulos. Pero Jesús nos conoce bien. A él le importa lo que sucede en nuestro interior. Como a los apóstoles, a nosotros muchas veces nos puede asaltar un sentimiento de desesperanza o angustia. Quizás también sentimos desfallecer nuestras fuerzas o nuestros ánimos. Pero Jesús, que nos ha creado, sabe que nuestro corazón no es de piedra… Por eso, en esos momentos, él se dirige a nosotros como les dijo a los Doce: “que no tiemble vuestro corazón: creed en mí”.

“En la casa de mi Padre hay muchas moradas”. Todos necesitamos un hogar, un sitio que sea nuestro, un lugar donde podamos estar a gusto. Tener una casa es una de esas experiencias humanas básicas que nos permiten llevar una vida alegre y confiada. Pase lo que pase en la vida, existe un lugar en el mundo en el que somos queridos, un sitio al que siempre podemos volver porque siempre encontramos las puertas y los brazos abiertos para recibirnos. Esta certeza nos llena de paz y seguridad; no somos nómadas que deambulan de un lugar a otro. Y esta es la certeza que hoy nos da Jesús, que aquieta nuestro corazón. Todos tenemos un sitio: “Me voy a prepararos un lugar”. Cada uno de nosotros tiene un lugar, una casa, un hogar, esperándonos desde toda la eternidad. Junto a Dios, junto a María y todos los santos, junto a nuestros amigos y seres queridos. En el cielo hay sitio para todos, y cada uno tiene un lugar reservado. ¡Cómo nos llena de alegría el saber que nuestros nombres están inscritos en el cielo, en el corazón mismo de Dios! Cristo lo ha prometido, y él nunca miente: “cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros”.

“Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí”. Tenemos una casa, un hogar en el cielo, preparado por Jesús. Pero seguro que todos hemos experimentado alguna vez (especialmente de pequeños) la angustia de no saber el camino a casa. Esa sensación de estar perdidos… sin poder volver al calor del hogar. De nada sirve tener una morada esperándonos si no sabemos llegar allí. De ahí la inquietud de los apóstoles, en palabras de Tamás: “¿cómo podemos saber el camino?”. Como Hansel y Gretel, necesitamos unas migas de pan que nos muestren el sendero de regreso al hogar. Jesús responde a Tomás con la serena certeza del que ya había previsto esta dificultad: “Yo soy el camino”. Él es precisamente esos trocitos de pan que nos indican el camino. Él nos lleva al Padre. No le dejes, y llegarás.