Una de las cosas más impresionantes de san Pablo, además de su fortaleza y su vehemencia en el anuncio del Evangelio, es el hecho de que se reconozca expresamente prisionero del Espíritu Santo, que reconozca que se mueve, como dice el Evangelio de hoy, «forzado» por el Espíritu. Y parece no importarle lo que le espera a cada momento, incluso que no le importa que le aguarden cárceles y luchas. Incluso más: nunca se ha reservado nada y nos anunció enteramente el plan de Dios, pese a que pudiera buscarse problemas por hacerlo.
¿Cuál es el problema? De san Pablo ninguno, sino que el problema suele ser nuestro, pues tantas veces creemos que estas actitudes tan asentadas son un poco fundamentalistas. Podemos tener la tentación de querer rebajar selectivamente el Evangelio en aquellos puntos que nos cuesten más. Podemos reservarnos ciertas actitudes y legitimar ciertas críticas como «justas», olvidando que el criterio de justicia es, siempre, la bondad de Dios. Que no hay justicia humana verdadera, pues todo criterio parte de Dios y no de los hombres.
Si no nos olvidamos de nuestros criterios y los absolutizamos, dejaremos de reflejar a Dios y estaremos incumpliendo el gran mandato de Dios que escuchábamos el día de la Ascensión: mostrar al mundo lo que Él nos ha enseñado. La precedencia es, siempre, suya. Mostrar la opinión propia, mostrar la propia gloria, sólo entorpece la obra que Dios quiere hacer, desde nosotros, con el mundo entero.
Y es que hay una cosa cierta: que el mayor enemigo de nuestra salvación somos nosotros mismos. Que contra quien más tiene que luchar el Señor para salvarnos es contra nosotros mismos. Pues, casi de manera instintiva, nos rebelamos contra una entrega de la vida en radicalidad como la de san Pablo. Olvidémonos de nosotros mismos, centrémonos enteramente en el plan de Dios para con nosotros y veremos cómo la plenitud de su amor va penetrando en nuestros corazones.
Piensa qué te puede reclamar el Señor para que le entregues, dónde puedes afinar la vivencia radical del Evangelio. Pide luces y ese querer querer vivir por y para Dios. Pide ser como María y como san Pablo, también: esclava del Señor y prisionero del Espíritu.