¡Qué insistencia de la Escritura -y en particular del Señor Jesús- por la verdad! Pero es que sólo cuando la realidad se presenta en toda su radicalidad, desencarnada, tal y como es, podemos acceder de verdad al misterio insondable del amor de Dios. Porque, como queda claro a lo largo de la vida del Señor y de la tradición posterior, no hay amor edulcorado, sino amor completamente entregado, incluso a pesar de la traición del otro. Eso es lo que hizo el Señor.

Es por eso que debemos luchar por aferrarnos a la verdad y evitar las evasiones, ilusiones que nos alejan del hoy, del aquí y del ahora, que es el único tiempo y realidad que tenemos para hacernos santos. Probablemente no esté de moda, pues, si te fijas, demasiadas personas -¡y quizás tú y yo también!- nos pasamos la vida haciendo planes de futuro y recordando el pasado, idealizando ambos. Por contra, nos cuesta vivir el presente. Pero no podemos tener esa actitud, sino que hemos de amar el tiempo en el que vivimos, el día a día que tenemos. Obviamente que hay que aspirar a mejorar, a santificarlo, mejor dicho, pero debemos vivirlo con la intensidad de quien se sabe hijo de Dios que tiene un encargo: llevar la luz de Cristo a cada momento allí donde se encuentre. Sólo así podremos vivir el envío del que nos habla en Señor hoy y del que nos habló el domingo pasado en el Evangelio de la Ascensión.

Es tiempo de pensar si estoy haciendo lo que debo, si estoy dando lo mejor de mí. Quizás estemos todos un poco aplatanados por la cuarentena provocada por el Coronavirus, pero lo cierto es que el mundo vuelve a rodar y nosotros hemos de ponernos en camino con urgencia para mostrar desde ya el amor de Dios y la espera de un nuevo Pentecostés, ya no sólo para los cristianos el próximo domingo, sino para el mundo entero. Para eso, vivamos en la verdad, pongámonos en la verdad y amemos de todo corazón el tiempo que nos ha tocado vivir. Sólo así podremos implicarnos de tal modo que lo cambiemos a mejor. ¡Es lo que necesita este mundo!

Para ello, contamos con la fuerza el mismísimo Jesús, que se ha consagrado por nosotros de un modo total. Él no rechazó al hombre tras su traición. Siempre tiene los brazos abiertos para nosotros. ¿Y nosotros? En realidad, sólo tenemos una cosa para entregarlo: nuestro hoy, aquí y ahora.