Santos: Fernando III, rey, patrono del Cuerpo de Ingenieros Militares; Félix I, papa; Gabino, Críspulo, Sico, Palatino, mártires; Exuperancio, Anastasio, obispos; Ausonio, presbítero; Juana de Arco (Lorena), virgen; Venancio, Basilio, Emilia, confesores; Uberto, Gamo, monjes; Urbicio, Isaac, abades.

Una de las figuras máximas de España; primo carnal de otro santo y rey –de Luis IX de Francia–, que triunfó por fuera y por dentro. No quiso estatua; pero en su sepulcro grabaron el cuádruple epitafio: «Aquí yace el Rey muy honrado Don Fernando, señor de Castiella é de Toledo, de León, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia é de Jaén, el que conquistó toda España, el más leal, é el más verdadero, é el más franco, é el más esforzado, é el más apuesto, é el más granado, é el más sofrido, é el más omildoso, é el que más temie a Dios, é el que más le facía servicio, é el que quebrantó é destruyó á todos sus enemigos, é el que alzó é ondró a todos sus amigos, é conquistó la Cibdad de Sevilla, que es cabeza de toda España, é passos hi en el postrimero día de mayo, en la era de mil et CC et noventa años». Quien sepa lo puede leer en latín, hebreo, árabe y castellano, en la barroca y suntuosa capilla de la catedral sevillana.

Fue hijo nacido de un matrimonio incestuoso, anulado por el papa Inocencio III, porque su padre, Alfonso IX de León, se casó con su prima doña Berenguela de Castilla, la hija de Alfonso VIII, el de las Navas.

Unió los reinos de Castilla y León. Quitó Murcia y casi toda Andalucía a los moros; llevó adelante con grandeza épica los asedios; hizo su vasallo al rey moro de Granada; consiguió meter en África una expedición, y murió cuando él mismo pretendía atravesar el Estrecho.

Astuto y sagaz en la guerra, solo supo entenderla desde el prisma de la cruzada cristiana. Jamás quiso cruzar la espada con otros príncipes cristianos, jugando todas las bazas necesarias para llegar a compromisos sin sangre.

Se mostró comprensivo y protector con las órdenes mendicantes.

Comenzó la catedral de León y construyó las de Burgos y Toledo.

Puso paz en sus reinos; mostró tolerancia con los judíos; fue riguroso con los apóstatas y falsos conversos.

Hizo del castellano el idioma oficial. Sobresalió en el cultivo de las ciencias y de las artes; impulsó las incipientes universidades.

En el campo de las leyes, codificó el derecho.

Con su ejército se mostró solícito en el cuidado de la piedad y de la honestidad de sus mesnadas.

Repobló los territorios conquistados.

Se supo rodear de varones prudentes que pudieran asesorarle en el oficio de reinar, sentando las bases para los Consejos.

El florecimiento esplendoroso de la corte de Alfonso X el Sabio se debe a los principios asentados por el rey Fernando, su padre.

Mantuvo una lealtad y nobleza a toda prueba en el cumplimiento de los pactos y treguas con sus enemigos; la palabra dada era valor y no juguete de quita y pon según los intereses prácticos o útiles del momento.

Se casó dos veces; la primera, con la alemana Beatriz de Suabia; la segunda vez, con la francesa Juana de Ponthieu. En total sumó trece hijos.

Con los levantiscos –tan frecuentes– supo mantener el equilibrio y se mostró magnánimo a la hora de perdonar.

Favoreció el culto y la vida monástica; pero exigió compensaciones económicas de las manos muertas –improductivas– de eclesiásticos y feudales. A este respecto se ganó una reprimenda del papa Gregorio IX, que interpretó su impuesto como una intromisión imperdonable y una apropiación indebida de los bienes eclesiásticos.

La pureza y rectitud de vida –cosa bastante extraña en los príncipes de la época– le ganó fama hasta el punto inconcebible de que algunos de sus enemigos moros llegaran a convertirse por su ejemplo.

Además, sabía comportarse, en lo humano, como un gran señor europeo; fue un verdadero palaciego que gustaba de la caza, componía versos o cantigas, entendía de música y gustaba jugar a las damas y al ajedrez; tenía un porte elegante y era excelente jinete. Su propio hijo, Alfonso X el Sabio, dejará dicho de él que «todas estas vertudes, et gracias, et bondades puso Dios en el rey Fernando».

Pero el hecho de que un Jueves Santo pidiera una toalla, tomara un barreño, y se pudiera a lavar los pies de doce de sus súbditos pobres, después de haber meditado la Pasión, descubrió a la corte un rincón secreto de su intimidad.

Algo parecido pasó en su despedida de soltero. Tres días antes de su boda (27-XI-1219) veló las armas de caballero en el monasterio de las Huelgas, en Burgos, y se autoarmó caballero, cosa que debió de tener en gran estima, porque llegó a negarlo a algunos de sus nobles por considerarlos indignos.

¿Oración? En Toledo, aunque enfermo, solía velar de noche para pedir a Dios la ayuda para su pueblo; y en especial, con alma impregnada de espíritu caballeresco, llevaba asida y anillada al arzón de su caballo a su dama, la Virgen María, labrada en marfil; fue una estupenda devoción que dejó en herencia a los sevillanos, «la Virgen de los Reyes», que mantenía en capilla estable en su campamento durante el asedio a la plaza.

Murió, sí. Pero no como es frecuente escuchar que mueran los reyes. Sobre un montón de cenizas, con una soga al cuello –así pintaron algunos a Jesús–, pidiendo perdón a los presentes, y dando consejos a sus hijos; llevaba una candela en la mano –¿la fe?– y sus labios musitaron una oración. Era «el postrimero día de mayo».

El patrono de tantas instituciones españolas, al que invocan los cautivos, desvalidos y gobernantes como su especial protector, elevado a los altares el 4 de febrero de 1671, solo era un seglar, un laico, un cristiano, un rey, un servidor, un esposo, un padre. Se santificó en su oficio. ¡Un señor!