La venida del Espíritu Santo nos demuestra, entre otras cosas, que Jesús siempre cumple sus promesas. Pero, junto a esto, hay que recordar, para entender qué significa su llegada, quién es y qué significa que el Señor nos dé el Espíritu: Nosotros creemos que el Espíritu Santo es el resultado de la relación eterna de amor entre el Padre y el Hijo. Por tanto: Jesús nos entrega el amor con que el Padre le ama y Él ama al Padre. Más: el Espíritu nos viene a dar todo el amor que Dios nos tiene; es su manera de amarnos y, sin Él, tampoco nosotros somos capaces de amarle y mucho menos de sentirnos amados por Dios de verdad, cosa que, aunque no sea fundamental, hay que reconocer que es importante.
Más allá de romanticismos baratos, hemos de reconocer que cuando somos amados y nos descubrimos amantes, todo cambia. Cuando amamos a alguien no nos lo podemos callar. Tenemos ganas de gritar al mundo que somos felices, que hemos hallado el tesoro. Porque la persona amada es siempre un tesoro. Pues bien, el Espíritu quiere hacernos comprender y sentir, con sus dones, que nosotros somos el tesoro de Dios. En palabras de san Ireneo, un padre de la Iglesia: que la gloria de Dios es que el hombre viva. Qué precioso es sentir esto, partir nuestra existencia desde esta certeza.
Y un primer resultado de vivir de este amor es la ausencia de temor. Es lo que vemos en el cambio radical de los Doce: pasan de estar encerrados en casa por miedo a los judíos a comerse Jerusalén, primero, y el mundo entero, después. Se cumple lo que dice san Juan en su primera carta, que el amor perfecto echa fuera el temor. Y quien no tiene temor por amor es capaz de perdonar. Por eso el Espíritu está relacionado, como hemos visto, con el perdón de los pecados; el amor implica no llevar cuentas del mal, como dice san Pablo a los Corintios. A los Doce, como a los presbíteros, se les da poder sacramental, pero para todos es una obligación vital: ¡vivir el perdón! Y eso es lo que hicieron.
Por eso desde Pentecostés podemos vivir, desde el amor, la conversión y el perdón. No tener miedo al pecado y comprender que la conversión exige la convicción del pecado. Pero ahí aparece el Espíritu, el amor que nos anima a no encerrarnos en el mal que sufrimos, el que está en nosotros y en los demás o en el mundo. Por contra, los dones del Espíritu nos, sobre todo los de inteligencia y sabiduría, nos permiten ver las cosas con los ojos de Dios y, así, poder contemplar con confianza y esperanza que se puede salir de toda situación dramática y podremos comprender que Dios ha vencido al mundo, que ha resucitado y esa es nuestra esperanza.
Pero, ojo, el amor es crucificado, entregado: si el Espíritu es el amor del Padre y el Hijo, esto implica que es entrega en el misterio de la encarnación, del abajamiento, y de la cruz. De la entrega de la vida, como unos padres lo debieran hacer por sus hijos: que dan de lo suyo por ellos, que no se guardan su vida, sino que la dan sin esperar nada útil a cambio; sólo se espera, como buen corazón amante, la respuesta del Otro.
Decía san Pablo VI, cuya fiesta celebrábamos el viernes, que urgía una civilización del amor. Y tenía razón, pero debemos comprender que sólo será posible si dejamos al Espíritu actuar en nosotros. Invocad los dones del Espíritu Santo y animémonos, todos juntos, a identificarnos cada día un poco más con Jesús, animémonos a ser santos de verdad.