Comentario Pastoral


EL AMOR, LA ENTREGA Y LA SANTIDAD

Después de que Cristo ha ascendido al cielo, cuando ya hemos recibido el Espíritu Santo, nos disponemos a celebrar la segunda parte del «tiempo ordinario» comenzando con una fiesta en honor de la Santísima Trinidad. Es el amor del Padre el que envía al mundo a su Hijo, concebido por obra y gracia del Espíritu Santo en el seno de María, la Virgen. Ante la contemplación de este misterio de amor brota la acción de gracias por las maravillas realizadas en favor nuestro.

El cristiano troquelado ya desde su bautismo con el sello de la Trinidad, vive con respeto, amor y alegría bajo la mirada del Dios único, compasivo y misericordioso. Y es ante el mundo testigo de la caridad del Padre, de la entrega del Hijo y de la santidad del Espíritu.

Muchos se empeñan en querer establecer una igualdad y una fraternidad sin Padre, al margen del amor de Dios. Y los cristianos, muy frecuentemente, queremos implantar y robustecer la imagen de Dios Padre, sin sentirnos hermanos. Esta es una tragedia de la sociedad actual, que se convierte en un reto para los creyentes en la Trinidad.

Toda la predicación de Jesús no tiene otro objetivo que revelar el amor del Padre y manifestar la cercanía de Dios, que ya no es inaccesible para el hombre. ¡Qué paz interior produce saber y experimentar, como dice la primera lectura de hoy, que nuestro Dios es «lento a la ira y rico en clemencia y lealtad»! Las mitologías de dioses vengativos, cargados de cólera y espíritu violento, son lo contrapuesto al Evangelio.

La fiesta de la Trinidad no es un «día» de ideas o conceptos, difíciles de explicar, sino que es fiesta de un misterio entrañable de vida y comunión, fiesta de un misterio de fe y de adoración. El prefacio de la Misa, texto antiguo que data del siglo sexto, alaba y canta la eterna divinidad, adorando a las tres personas divinas, que son iguales en su naturaleza y dignidad. Dios no es una palabra abstracta, un motor inmóvil ni una estrella solitaria. Dios es la fuente de la vida y del amor.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Éxodo 34, 4b-6. 8-9 Dn 3, 52 – 56
san Pablo a los Corintios 13, 11-13 san Juan 3, 16-18

 

de la Palabra a la Vida

El entrañable pasaje del Antiguo Testamento que se proclama en la primera lectura nos da una buena medida del contenido de la fiesta que la Iglesia celebra hoy: Moisés ha guiado a su pueblo hasta el Sinaí, pero ya padece la incredulidad de los suyos. No solamente experimenta el rechazo hacia sí mismo, sino también hacia Dios. En su debilidad, Dios baja «y se quedó con él». Le hizo compañía. Moisés supo que Dios le estaba apoyando. Pero después de un tiempo en silencio, de animarle con su presencia, le enseña a decir: «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad». Dios va a enseñar a Moisés cómo se revela y cómo tiene que responderle. El consuelo que experimenta el caudillo es tan grande que no puede por menos que pedirle a Dios que no se quede sólo con él, sino que acompañe siempre a su pueblo. Esa compañía se va a manifestar de dos formas, una de ellas por el perdón, pues Dios no puede estar con su pueblo si su pueblo no manifiesta la santidad de su Dios, y la segunda es la cualidad de ser el pueblo «adoptado», elegido, la heredad del Señor.

La fidelidad de Dios no deja dudas a la petición de Moisés, de tal forma que lo que este pide se cumple en Cristo. El evangelio así lo constata: Dios ha enviado a su Hijo al mundo para ser su salvación. Dios no busca condenar a los suyos, no espera escondido a nuestro error para lanzarse sobre nosotros de forma traicionera. Dios entrega a su propio Hijo para que no haya ninguna duda: en ninguna circunstancia, los hombres podrán desesperar de Dios.

Así, Dios va a buscar la forma oportuna, de permanecer fiel a la humanidad, de cumplir lo prometido a Moisés. Su revelación es un procedimiento en el que Dios quiere mostrar todo su ser para que los hombres puedan acoger tanto amor, tanto bien.

En este domingo de la Santa Trinidad, la Iglesia nos dice: cuando Dios se revela, el hombre debe responder en primer lugar con la alabanza. Cuando Dios manifiesta su fidelidad, la Iglesia antes que nada alaba a su Señor. «A ti gloria y alabanza por los siglos». El amor paciente y comprensivo de la Trinidad educa al creyente por el camino de la alabanza: Sólo Dios merece toda alabanza. Y, entonces, cuando reconocemos la mano de Dios en la obra de creación, de redención o de santificación, no podemos sino responder admirados que es Dios quien lo ha hecho.

Es un ejercicio de realismo ofrecer a Dios el reconocimiento de su obra, que nos pone en relación con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu oportunamente, pero que además nos ayuda a acoger la actitud que la Iglesia nos propone, la que el Dios de la montaña enseña a Moisés: reconoce y alaba lo que Dios hace, dale gloria por lo que tú no puedes pero Él sí. Bendecir al Señor es un antídoto contra la soberbia, contra la fuerza de la vanidad que nos tienta a apropiarnos de lo que no es nuestro, de lo que no nos corresponde. El sabio es aquel que sabe lo que es de Dios mirando inmediatamente su firma… y con humildad y alegría se lo reconoce.

¿Cuál es la obra del Padre en mi vida? ¿Y la del Hijo, y la del Espíritu Santo? ¿Soy fácil para la alabanza, para el reconocimiento, con el corazón y los labios, de la acción de Dios? Es un ejercicio este buenísimo para la salud de nuestra fe.

Ahora que hemos cerrado el tiempo de Pascua, misterio de revelación trinitaria, disponer de este domingo es una ayuda para ver que la forma de ser de Dios no es un capricho, es una revelación de Dios, de su intimidad, que quiere comunicar, no de cualquier manera, sino también y exclusivamente, en lo más profundo de nuestro corazón, lejos de toda forma de superficialidad.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

Con esta firme convicción de fe, acompañada por la conciencia del patrimonio de valores incluso humanos insertados en la práctica dominical, es como los cristianos de hoy deben afrontar la atracción de una cultura que ha conquistado favorablemente las exigencias de descanso y de tiempo libre, pero que a menudo las vive superficialmente y a veces es seducida por formas de diversión que son moralmente discutibles. El cristiano se siente en cierto modo solidario con los otros hombres en gozar del día de reposo semanal; pero, al mismo tiempo, tiene viva conciencia de la novedad y originalidad del domingo, día en el que está llamado a celebrar la salvación suya y de toda la humanidad. Si el domingo es día de alegría y de descanso, esto le viene precisamente por el hecho de que es el «día del Señor», el día del Señor resucitado.


(Dies Domini 82, Juan Pablo II)

 

Para la Semana

Lunes 8:

1R 17,1-6: Elías sirve al Señor Dios de Israel.

Sal 120: Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra.

Mt 5,1-12: Bienaventurados los pobres de espíritu.
Martes 9:

1Re 17, 7-16. La orza de harina no se vació, como lo había dicho el Señor por medio de Elías.

Sal 4. Haz brillar sobre nosotros, Señor, la luz de tu rostro.

Mt 5,13-16. Vosotros sois la luz del mundo.
Miércoles 10:

1Re 18, 20-39. Que sepa este pueblo que tú eres el Dios verdadero, y que tú les cambiarás el corazón.

Sal 15. Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.

Mt 5, 17- 19. No he venido a abolir, sino a dar plenitud.
Jueves 11:
San Bernabé, apóstol. Memoria.

Hch 11, 21b-26; 13, 1-3. Era un hombre bueno, lleno de Espíritu Santo y de fe.

Sal 97. El Señor revela a las naciones su justicia.

Mt 5, 20-26. Todo el que esté peleado con su hermano será procesado.
Viernes 12:

1R 19,9a.11-16: Ponte de pie en el monte ante el Señor.

Sal 26: Tu rostro buscaré, Señor.

Mt 5,27-32: El que mira a una mujer casada deseándola, ya ha sido adúltero.
Sábado 13:
San Antonio de Padua, presbítero y doctor. Memoria.

1Re 19, 19-21. Eliseo se levantó y siguió a Elías.

Sal 15. Tú eres, Señor, el lote de mi heredad.

Mt 5, 33-37. Yo os digo que no juréis en absoluto.