Desde la ascensión del Señor al cielo hasta su retorno glorioso vivimos en el tiempo de la Iglesia, el tiempo de la misión. A nosotros nos corresponde vivir cada día aquello que pedimos en la oración: venga nosotros tu reino. No nos podemos quedar como los apóstoles, mirando al cielo, esperando el santo advenimiento. Este es el tiempo y el lugar que se nos ha regalado para vivir. No podemos posponer eternamente la respuesta.

Esta es nuestra hora, la hora de la misión; tanto más urgente cuanto mayor es nuestra conciencia de que está vida pasa en un abrir y cerrar de ojos. Como decía el clásico de nuestra literatura, Jorge Manrique: “Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte / contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando”.  Si estos meses han dejado alguna huella en toda la humanidad, creyente o no creyente, esta probablemente sea la imposibilidad de aferrarse a ninguna seguridad humana. La vida viene y la vida se va; sin que podamos hacer tanto como creíamos para dominarla. Es la experiencia del filósofo griego, Heráclito de Éfeso que dejó proverbialmente expresada en la frase: “Panta Rhei”, o lo que es lo mismo “Todo fluye”, sintetizando así su pensamiento acerca de los cambios que suceden continuamente: todo fluye, todo pasa. Es la certeza de que todo lo visible, todo lo palpable, Inexorablemente se deteriora y tiene fecha de caducidad.

Pero más aún, también hemos descubierto como detrás de la apariencia de este mundo se oculta una realidad que es bien distinta. Por más que sea global y compartido un engaño no deja de ser una decepcionante mentira. Pasa este mundo y su representación. Por eso es tan lamentable hacer de él nuestro hogar permanente, nuestro único horizonte de vida. Más bien deberíamos preguntarnos dónde está nuestro tesoro. Porque como dice Jesús allí donde esté tu tesoro… estará tu corazón. Si nuestro corazón está puesto en las riquezas y en los tesoros de este mundo,en realidad viviremos como los que no tienen fe. Sólo si ponemos nuestro tesoro en el cielo y queremos acumular allí nuestras riquezas, estaremos viviendo como cristianos en verdad.

El apóstol San Pedro nos invita a esperar y a apresurar la venida del Señor, y con ella la aparición definitiva de los cielos nuevos y la tierra nueva. Porque ese es el contenido de la verdadera esperanza. No se trata de un simple bienestar que tiene un horizonte muy limitado se trata de esperar que se cumpla la promesa del Señor. Recuerdo que me llamó mucho la atención una de las homilías de Ratzinger en los días previos a convertirse en el papa Benedicto XVI en la que decía que a veces nos impacientamos al ver como aparentemente el mal campa a sus anchas y como los justos siguen teniendo todas las de perder en un mundo donde prevalecen los fuertes. El Papa decía “la paciencia de Dios nos hace sufrir”, pero en realidad la paciencia de Dios es nuestra salvación. ¿Qué quería decir con estas palabras? Que Dios, mientras sostiene la historia mantiene abierta la puerta de la casa para que regrese el hijo pródigo. Mientras llega el tiempo de la siega deja que convivan juntos el trigo y la cizaña. Como dice el apóstol Pedro, todo esto lo hace porque no quiere que nadie se pierda, sino que todos accedan a la conversión, y por eso mismo nos anima a que mientras tanto, hasta que todo eso suceda, procuremos que Dios nos encuentre en paz con él y no nos dejemos arrastrar los errores que nos acechan. Ciertamente, la paciencia del Señor es nuestra salvación.

Es un clásico también decir que uno es o se transforma en aquello que ama: “dime para qué vives y te diré quién eres”. Jesús hoy con ocasión de la trampa que le entienden los fariseos y los herodianos que buscaban un motivo para condenarlo, nos enseña una vez más a discernir entre las realidades temporales y caducas de este mundo, y las eternas y por tanto duraderas. Jesús responde: “Dad al César lo que es del César; y a Dios lo que es de Dios”. Es decir, en este mundo estamos sujetos como el resto de los ciudadanos a las leyes que nos hemos dado a nosotros mismos para ordenar nuestra convivencia siempre que sean justas. Somos como todos los demás, no venimos de otro planeta ni despreciamos nada de la experiencia humana. Como decía el Concilio Vaticano II: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, especialmente de los pobres y de cuantos sufren, son a Ia vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Y nada hay de verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón» (GS 1). Pero junto a esto, los cristianos sabemos bien que como hijos amados de Dios tenemos otra clase de obligaciones que no vienen impuestas desde fuera, sino que son como una exigencia de sus corazones agradecidos y desbordados por el amor gratuitamente recibido.

La petición que hace Jesús es importante: “traedme un denario”, tanto como la pregunta posterior: “¿de quién es esta cara y esta inscripción?”. Es lógico que durante siglos los creyentes hayan visto en estas palabras una alusión indirecta a nuestra condición de criaturas que llevamos impresa la imagen del Hijo unigénito de Dios. La moneda lleva acuñada la imagen del César… dádsela al Cesar que es su verdadero dueño. Nosotros llevamos acuñada la imagen de Dios… démonos a Él que es nuestro verdadero dueño. Así queda declarada la libertad soberana de los hijos de Dios que no están esclavizados a los poderes de este mundo, sino que somos ciudadanos libres del reino de Dios que ya ha comenzado.

La respuesta de Jesús me recuerda a esa otra que dio al que le pedía despedirse de sus padres antes de seguirlo por el camino: “Deja que los muertos entierren a sus muertos, tú vete a anunciar el reino de Dios”. Las cosas de este mundo no dejan de ser cosas de muertos, pues se quedan aquí y nos desprendemos de ellas en la muerte. Pero la misión de anunciar la alegría del evangelio (Evangelii gaudium), la vida eterna que Cristo nos trae, el reino de Dios ya comenzado… esa misión no admite demora, no podemos hacerla esperar. Demos a Dios lo que es suyo: entreguémosle todo lo nuestro. Digamos con el maestro espiritual, San Ignacio de Loyola; «Tomad, Señor y recibid toda mi libertad mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad. Todo mi haber y mi poseer, vos me lo disteis a vos Señor lo torno. Todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia que ésta me basta. Amén».