Así es el sumo sacerdote de nuestra fe: compasivo y fiel. La misericordia (hessed) y la fidelidad (emeth) son los atributos divinos más habituales en el antiguo testamento. “Porque el Señor es bueno; su misericordia dura por siempre, y su fidelidad por todas las generaciones” (Sal 100, 5). “Por siempre cantaré las misericordias del Señor; proclamaré su fidelidad a todas las generaciones” (Sal 89, 1-2). La novedad del nuevo testamento no está por tanto en los conceptos sino en el realismo de la encarnación. El nuevo testamento añade carne y sangre a los conceptos, un realismo inaudito (cf. Deus Caritas est 12).

Ahora, en Jesús, el hijo de María, el Nazareno se nos ha dado a conocer el rostro de Dios. “¿Tanto tiempo conmigo y aún no me conoces, Felipe? Quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14, 9). La misericordia es palpable en las palabras y en las obras de Jesús. Él habla a los hombres del padre misericordioso que acoge al hijo que había dilapidado su herencia y vuelve hambriento y derrotado al hogar; pero también sale a buscar para invitarle a entrar a la fiesta al hermano mayor que tiene el corazón endurecido por su sometimiento amargo bajo el yugo de la ley. Pero no sólo habla, sino que su palabra se hace inteligible cuando va al encuentro de Zaqueo y come en su casa o cuando discute con el maestro de la ley sobre cuál es el mandamiento principal y quién es su prójimo. Esta misericordia llega a su cumbre en la cruz donde Jesús perdona a los suyos haciendo visible su amor hasta el extremo de dar la vida por sus amigos.

Y lo que decimos de su misericordia lo decimos también de su obediencia. Desde la encarnación: “aquí estoy Señor para hacer tu voluntad” (Sal 39, 7), toda su vida transcurre en la constante de su obediencia al Padre: “es necesario que se cumpla la voluntad de mi Padre, del que me ha enviado” (Jn 6, 38). Así sucede en el bautismo, en su vida pública, en su pasión y de modo definitivo en la cruz donde Jesús se ofrece “de una vez para siempre” (Hb 10, 12) como víctima que derrama su sangre para el perdón de los pecados. Es por tanto obediente hasta la muerte y muerte de cruz.

Fiel al Padre hasta la muerte y misericordioso hasta el extremo de dar la vida por nosotros. Eso es el doble mandamiento del amor hecho acontecimiento real e histórico en su sacrificio redentor. Esa es su entrega sacerdotal tan real como extraordinaria. El sacerdote es también la víctima y el altar. Los sacrificios de la antigua alianza tan solo eran una sombra, una imagen, una figura de la realidad que ahora contemplan nuestros ojos. El sacrificio del cordero inocente que trae la paz a los hombres.

“Así convenía que fuera en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel, sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo” (Heb 2, 17). “El cual fue fiel al que le designó, como también lo fue Moisés en toda la casa de Dios” (Heb 3, 2). “Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino uno que ha sido tentado en todo como nosotros, pero sin pecado” (Heb 4, 15).

En las lecturas de la misa de esta fiesta de Nuestro Señor Jesucristo, sumo y eterno sacerdote, se destacan por una parte la novedad del sacerdocio de la nueva alianza que hunde sus raíces en la obediencia y el amor del siervo / hijo de Dios que viene a hacer la voluntad de Dios ofreciéndose a sí mismo como expiación de los pecados de sus hermanos. Por otra parte, en el relato del Evangelio encontramos el drama de esta entrega que se anticipó sacramentalmente en la última cena donde Jesús se da como alimento, tomad y comed, y como bebida, tomad y bebed: su cuerpo y su sangre; y que también se anticipó, ahora históricamente, en la agonía de Getsemaní. Beber el cáliz de su pasión, es también sumergirse en el bautismo en el que se debía sumergir. Esa es la hora que estaba esperando que llegara. Y en ese lugar y en esa hora busca la compañía, el amor y la oración de sus amigos incapaces de velar junto a él en aquella hora de prueba y tentación. Será necesaria la efusión del Espíritu Santo en la tarde de pascua en el cenáculo: “como el Padre me ha enviado así os envío yo, recibid el Espíritu Santo” para que ahora estos, sus amigos configurados con el resucitado lo hagan realmente presente y contemporáneo de los hombres generación tras generación.

La historia de esta fiesta nos resulta muy familiar pues fue un sacerdote diocesano de Madrid, el siervo de Dios José María García Lahiguera, (1903-1989), posteriormente arzobispo de Valencia y fundador de la Congregación de las Hermanas Oblatas de Cristo Sacerdote, quien consiguió la aprobación de la fiesta litúrgica de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote el 22 de agosto de 1973. El ideal de su vida era “ser como Él”, como Cristo Sacerdote. En el ministerio entregó totalmente su vida y él marcó su especial carisma: la santidad sacerdotal. Por eso en España esta fiesta tiene también la intención de orar por la santidad de los sacerdotes, los amigos del Señor, “otros Cristos”. Nada resume tan bien el sentido de esta fiesta como el prefacio de la misa del día:

Constituiste a tu único Hijo Pontífice de la Alianza nueva y eterna por la unión del Espíritu Santo, y determinaste, en tu designio salvífico, perpetuar en la Iglesia su único sacerdocio.

Él no sólo ha conferido el honor del sacerdocio real a todo el pueblo santos, sino también, con amor de hermano, ha elegido a hombres de este pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión.

Ellos renuevan en nombre de Cristo el sacrificio de la redención, y preparan a tus hijos el banquete pascual, donde el pueblo santo se reúne en tu amor, se alimenta con tu palabra y se fortalece con tas sacramentos.

Tus sacerdotes, Señor, al entregar su vida por ti y por la salvación de los hermanos, van configurándose a Cristo, y así dan testimonio constante de fidelidad y amor.

Pidamos esta gracia para la Iglesia: muchos y santos sacerdotes, compasivos y fieles, configurados con Cristo que den testimonio constante de fidelidad y amor.