Os relato una conversación que tuve con una señora mayor a la que visité hace años, cuando era un sacerdote recién ordenado y por tanto muy joven. La mujer a la que fui a ver porque estaba enferma se despidió de mí diciendo: “adiós, hijo; muchas gracias, padre”. A lo que yo respondí: “¡aquí ya solo falta el Espíritu Santo!”. Y nos echamos a reír. Es verdad, ¡qué galimatías!”.

Me he acordado de esta anécdota del pasado al leer el evangelio de hoy que también es en apariencia, otro lío con ocasión de una disputa terminológica. ¿Puede ser el mesías, hijo de David?

Para nosotros cristianos del siglo XXI esta discusión no nos parece muy justificada porque sabemos que Jesús es el Mesías de Dios y que en ocasiones le llamaban “hijo de David” como hizo el ciego Bartimeo al salir de Jericó o los propios peregrinos galileos que estallaron de júbilo al entrar con Jesús en la ciudad santa aclamándolo y diciendo: “hosanna al hijo de David, bendito el que viene en nombre del Señor”.

Pero para los judíos de su tiempo, sus interlocutores en esta escena, no era en absoluto evidente que Jesús fuera el Mesías, se negaban a reconocerlo. Según ellos, el mesías tenía que ser descendiente de David porque así lo veían profetizado en las palabras de Natán a David: “Te pondré en paz con todos tus enemigos, te haré grande y te daré una dinastía. Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia y tu trono durará por siempre” (2 Sam 7, 16).

Jesús plantea el problema. “¿Cómo dicen los escribas que el Cristo es hijo de David? Porque el mismo David dijo por el Espíritu Santo: «Dijo el Señor a mi Señor: siéntate a mi diestra, hasta que ponga tus enemigos por estrado de tus pies»”; si David mismo le llama Señor; ¿cómo, pues, es su hijo?”. Es obvio que en tiempos de Jesús se consideraba que el autor de este salmo 110 era el propio David y que se leía con un clarísimo sentido mesiánico. Pero entonces, ¿cómo siendo David un hombre puede llamar a su descendiente “mi Señor”?

La respuesta para nosotros es tan evidente que nos cuesta entender que precisamente por eso, Jesús hizo esta observación; porque implícitamente estaba atribuyéndose a si mismo estas palabras del salmo y, de paso, revelando su identidad personal. Él no es solo un hombre de la estirpe y casa de David sino también es Dios en persona, es el Señor. Por eso puede David saludar a su descendiente, Jesús, llamándole “mi Señor”.

Cada domingo en la oración de vísperas recitamos este salmo con un significado netamente pascual: «Eres príncipe desde el día de tu nacimiento, entre esplendores sagrados; yo mismo te engendré, como rocío, antes de la aurora». Es comprensible que este texto desde siempre haya sido preferido por los cristianos para confesar a Jesús como Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado…

“Una muchedumbre numerosa lo escuchaba a gusto”. Jesús enseñaba en el Templo a la gente que acudía a él. A veces eran multitudes los que le oían con mucho agrado. Por eso en el interrogatorio de su juicio le dirá al sumo sacerdote aquello de “yo he hablado abiertamente al mundo. Siempre he enseñado en las sinagogas o en el templo, donde se congregan todos los judíos. En secreto no he dicho nada. ¿Por qué me interrogas a mí? ¡Interroga a los que me han oído hablar! Ellos deben saber lo que dije” (Jn 18, 20-21).

Qué libertad la de Jesús para hablar a las claras y delante de quien sea, sin miedos ni tapujos. No solo por esa libertad sino también por la autoridad que manifestaba en su enseñanza era para el pueblo un maestro extraordinariamente novedoso. “¡Jamás ningún hombre ha hablado así!” (Jn 7, 46). Esa admiración popular que hacía que a sus enemigos “les rechinaran los dientes y buscasen la manera de hacerlo callar”. Como dice la primea lectura de hoy: “Por lo demás, todos los que aspiren a llevar una vida cristiana auténticamente piadosa, sufrirán persecución” (2 Tim 3, 12).

Me parece evidente el sentido de estas dos lecturas leídas y meditadas una detrás de otra. No hace falta innovar para despertar la aprobación de los que escuchan proclamar el evangelio, sino que es necesario hacerlo con la libertad y autoridad mismas de Cristo. El testimonio de fe suscita necesariamente detractores y adeptos, pero nunca deja indiferente a quien lo escucha. Si hoy la predicación no provoca este escándalo: “Este ha sido puesto como piedra de tropiezo para que muchos caigan y se levanten a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones” (Lc 2, 34) es señal de que no estamos siendo fieles al Espíritu Santo que inspiró esa palabra divina que proclamamos. Por eso le insiste Pablo a Timoteo: “Por tu parte, permanece fiel a lo que aprendiste y aceptaste. Sabes quiénes fueron tus maestros, y que desde la cuna te han sido familiares las sagradas Escrituras como fuente de sabiduría en orden a la salvación mediante la fe en Cristo Jesús. Toda Escritura está inspirada por Dios y es provechosa para enseñar, para argumentar, para corregir y para educar en la rectitud, a fin de que el creyente esté perfectamente equipado para hacer toda clase de bien” (2 Tim 3, 14-17).

La Iglesia no necesita ese aggiornamento que tanto reclaman algunos que se autoproclaman progresistas y que acusan a los demás de conservadores. ¿Cómo se puede calificar de aggiornamento dejar de creer en la divinidad de Jesucristo? Eso es simple y llanamente adulterar la fe hasta matarla. Como oportunamente enseñaba el papa Francisco, esas categorías – conservador – progresista – son mundanas y solo sirven para romper el cuerpo de Cristo. La novedad cristiana, lo que hace que suscite la admiración y provoque la conversión del corazón siempre ha sido y será la acción del Espíritu Santo que hace que la Palabra de Dios sea “viva y eficaz, más cortante que cualquier espada de dos filos; penetrante hasta la división del alma y del espíritu, de las coyunturas y los tuétanos, y poderosa para discernir los pensamientos y las intenciones del corazón” (Heb 4, 12).

Pidámosle al Señor que seamos tan fieles como creativos. Que anunciemos, sin miedo a ser perseguidos, la verdad integra: Jesús es el Hijo de Dios. Esta es nuestra fe, la fe de nuestros maestros: nuestros padres y abuelos, la fe de la Iglesia que nos gloriamos de profesar en Cristo Jesús, Señor nuestro.