A eso sí que le tengo miedo, a hacer un ridículo espantoso tratando de engañar a Dios disfrazándome de santurrón. Si lo pensamos bien, pocas cosas hay tan tontas como creer que podemos engañar a Dios, o que nos podemos esconder de su mirada o que le podemos ocultar la verdad de nuestro corazón. Es algo parecido a lo que le pasa al niño pequeño que se tapa los ojos con sus manitas y te dice muy convencido. “no me ves”. Pero sí, sí le ves… perfectamente, de hecho, aunque él no te pueda ver a ti.

En el primer pecado de la historia sucede algo similar. Dios paseaba como cada tarde por el jardín del Edén y al llamar a Adán se da cuenta de que no está donde siempre. “Adán, ¿dónde estás?”. A lo que el primer hombre responde: “oí tu voz en el jardín, tuve miedo y me escondí porque estaba desnudo”. Y Dios replica: “y quién te ha dicho que estabas desnudo? ¿acaso comiste del árbol del que te prohibí comer? Y así comenzó el drama.

Intentar escondernos revela que nos sentimos denunciados por la mirada del que nos observa. Por el contrario, si nos sintiéramos admirados no nos esconderíamos de su vista. Pero… ¿esconderse de Dios? ¿tiene sentido? ¿El que todo lo ve, el que todo lo conoce, el que examina los corazones y sondea las entrañas?

Por eso hacían en su tiempo un ridículo espantoso los hipócritas doctores de la ley tratando de engañar a los demás con su apariencia de cumplidores y justos. En realidad, se engañaban a sí mismos intentando convencerse de su propia santidad. Jesús nos previene de ellos y de los que hoy son como ellos: “¡Cuidado con los escribas!”. Son un peligro, crean una dinámica perversa de corrupción y apariencia, suscitan emulación y despiertan competencia, arrastran a cometer toda clase y las peores variedades de pecados. “Esos recibirán una condenación más rigurosa” – dice el Señor.

Por el contrario, aquella, en apariencia, pobre ofrenda de la viuda fue la más generosa de todas las que se hicieron aquel día en el cepillo del templo. Aquella mujer la hizo con toda discreción, casi dirá que incluso con vergüenza por su insignificante cuantía. Pero no pasó desapercibida para el Señor que además, quiso sacarla de su invisibilidad proponiéndola como modelo para todos sus oyentes.

¡Qué escena tan familiar y llena de ternura! Hoy mismo me ha pasado algo parecido, un hecho que me ha sonrojado, un gesto precioso que me ha emocionado. Ha venido a verme alguien a quién conocí cuando estaba pasando una prueba bastante dura. Hoy lo ha superado y ha querido venir a agradecer mi cercanía en esas circunstancias. El hecho es que no está tampoco ahora en una situación fácil, vive en la casa de un conocido, está buscando trabajo, etcétera. Pues bien, estando la cosa así de fea para ella, ni corta ni perezosa, abre su billetera y me da un donativo bastante importante “para los pobres”. No sabía dónde meterme, menuda lección de sencillez, generosidad y confianza. Me he quedado de piedra. Me he acordado de la viuda pobre del evangelio.

“Esta viuda pobre echó más que todos los que han echado en el arca; porque todos han echado de lo que les sobra; pero ésta, de su pobreza echó todo lo que tenía para vivir, todo su sustento”.

Siempre me pareció providencial que este pasaje lo meditemos en la liturgia de la Iglesia un sábado, día de la Virgen María. Ella también fue la viuda pobre que en la cruz – el tesoro del templo – dio todo lo que tenía para vivir: su único hijo, Jesús. Creo que no es exagerado ni forzado pensar que a Jesús aquel gesto de la viuda pobre que lo daba todo, sin medir, sin miedo y sin reservas; le recordó a su madre, viuda desde la muerte de José y que lo entregó todo cuando nos dio a su hijo para que lo matáramos en la cruz.

¿Por qué dice Jesús que esta mujer da más que todos si objetivamente dio menos que nadie? Porque aquí la medida no es mucho o poco, más o menos; sino todo o nada. Por eso nosotros no debemos caer en el engaño de medir al modo de los hombres. Insistimos: la mujer dio más que nadie porque lo dio todo. Como el muchacho de los cinco panes y los dos peces. No se puso a pensar y a calcular si con aquello podría saciar el hambre de una multitud, si lo hubiera calculado no los habría dado. Lo dio “a fondo perdido”, sin exigir conocer de antemano la eficacia de su acto. Era más amor y confianza que cálculo y estrategia.

Así nos quiere Dios, sencillos e inocentes. Sin miedo al qué dirán o a lo que los demás puedan juzgar de nosotros. Como María, su madre, que se considera la humilde esclava del Señor. Porque el Dios que todo lo ve, humilla a los soberbios y enaltece a los humildes.

Vivamos de cara a Dios sin que nos preocupe el juicio de los otros hombres, sin disfrazar lo que somos debajo de una máscara y un disfraz de lo que no somos. No hagamos el ridículo intentando escondernos de la única mirada de la cual no tiene sentido huir, porque nos conoce y nos ama, porque nos embellece y dignifica, porque nos levanta y nos eleva.

A Dios no se le escapa una. Cada uno de nuestros pequeños gestos de amor quedan registrados como caricias en su corazón. No hagamos un ridículo espantoso tratando de ganarnos su amor cuando ya nos lo ha regalado: desbordante y anticipadamente. Pidámosle tener sus mismos sentimientos, los sentimientos de su corazón para así poder darnos del todo y sin medida.