Yo fui uno de esos jóvenes insensatos que tuvo en el cabecero de su cama un cartelón de SE BUSCA, y abajo una impresión en negro del rostro de un Cristo pasado por la batidora de los sesenta, y más abajo un texto que decía algo así como “33 años, barba y cabellos al estilo hippie, escandaliza a las masas con frases tan revolucionarias como: amaos los unos a los otros y perdona a tus enemigos”. Porque en los setenta, la publicidad de la Iglesia pretendía ponerse a tiro de los jóvenes desde el desaliño y la revolución, cómo han cambiado los tiempos. La palabra revolución siempre pone fuego en las entrañas, no sabemos qué cualidades de chamán tiene esa palabra para hipnotizar todos los órganos de la percepción. La llamada a hacer la revolución parece que es una invitación a poner todo patas arriba y tomarse en serio lo auténtico. Pero ya sabemos las consecuencias que han tenido para la humanidad el triunfo de las revoluciones, más sangre derramada, más desigualdades, pobreza estructural, dialéctica como principio, enfrentamientos, etc. Hoy el Señor dice a esos hippies vetustos que quieren dar un puñetazo en la mesa y tirar por la borda lo recibido, que “no he venido a abolir la ley, sino a darle plenitud”. Nada de abolir, proseguir, como el matrimonio que cuenta los días por esas labores mínimas de coser, coser y coser, hasta concluir el diseño del bordado,  como el artista enamorado de lo que tiene entre manos.

Os diré que personalmente es una frase que me encanta, la de dar plenitud. Toda madre que mira de soslayo a su hijo adolescente, al que sólo en un verano le han crecido desproporcionadamente las piernas, espera que algún día toda esa posibilidad de crecimiento irregular llegue a plenitud, y sea capaz de escoger una profesión conforme a su corazón, y también una mujer conforme a su corazón. Los grandes maestros son los que enseñan a sus discípulos a continuar con el trabajo realizado, a vivir más hacia adentro. El estilo literario se logra poco a poco, no llega abandonando lo realizado y poniendo el contador a cero; la amistad igual, la amistad prosigue con delicadeza, obviando desencuentros, solucionando estropicios aquí y allá. El ser humano se realiza en la continuidad. Y el Señor, que es su diseñador oculto, lo sabe. Toda la historia del Antiguo y del Nuevo Testamento es la historia de un proceso paulatino de enseñanza. Dios no tiene prisa en ir añadiendo las piezas a su debido tiempo.

El Señor habla de poner atención a la tilde de la ley, a las pequeñas cosas, porque en las pequeñas cosas se fraguan los grandes destinos, y no es una frasecita. Todas las divisiones de familia tienen su origen en un orgullo absurdo que empezó como una leve insinuación, para transformarse en la raíz más venenosa de la casa. Todo lo pequeño es una mina antipersona escondida en la alfombra del salón de casa. ¿Pongo ejemplos? Ahí va un arsenal de minas antipersona: llegar a casa sin saludar, no apreciar la labor de quien más te quiere, dejar de hablar porque es obvio que ya nos conocemos, no perdonar porque ya se sabe que el perdón está por ahí, moviéndose, y, bueno, no hace falta su verbalización, los comentarios a destiempo, el protagonismo de la experiencia propia y la ausencia de interés por la ajena. Se me dirá que todo esto parece material de fogueo, pues es justo de lo que el Señor quiere advertir, que el paso del tiempo, con sus pequeñas miguitas apenas visibles, nunca es inocente.