No somos transparentes. Adán y Eva lo eran, estaban desnudos el uno al otro: se mostraban en coherencia entre el interior y el exterior. El pecado original levantó la muralla que nos impide ser transparentes, y entró el desatino de los juicios internos y externos en las relaciones humanas.

Un corazón necio se caracteriza, entre otras muchas cosas, por juzgar habitualmente apoyándose en las apariencias. En cambio, la experiencia de la vida (la sabiduría) muestra que lo que oímos y vemos de los demás no siempre es lo que realmente aparenta. Hacer un juicio acerca de una persona debería ser un gran ejercicio de sabiduría, justicia y caridad.

Estos tres elementos conforman la mirada de Cristo. Él no se basa en las apariencias, sino que conoce lo profundo del corazón de cada uno; y, conociéndolo, lo ama. Y, amándolo, es como puede corregirle severamente para que se convierta. La primera lectura asocia el castigo al pecado: Israel recibe un correctivo que no tiene su origen en la arbitrariedad o maldad divina, sino en lo torcido del corazón humano. El Señor corrige con el fin de convertir, pero nunca para humillar, aunque el camino sea una necesaria penitencia humillante que abaje el orgullo de la idolatría y haga recapacitar sobre el descamino emprendido, el desamor a Dios. Si no se humilla al orgullo, se convierte en el dictador del corazón, que lo pierde de mil modos.

El amor de la caridad constituye una lucha constante para amarnos a nosotros mismos y a los demás. Todos los días se pone a prueba cuando enfrentamos nuestra propia vida interior, en la que hay limitaciones y cosas que no aceptamos; en la relación con nuestros familiares o personas más cercanas, con sus grandezas y miserias; en las relaciones humanas, tan bellas y, al mismo tiempo, a veces tan complejas y desastrosas. ¡Y no digamos si la cuestión es hablar de la vida política! (Abrimos cuña: hoy celebramos a dos políticos santos, grandes como el Everest, ejecutados por Enrique VIII porque no accedieron a sus deseos. Pidamos a San Juan Fisher y Tomás Moro por la clase política, para que brille siempre por su virtud y rectitud. Cerramos cuña).

Contando con Cristo, un contenido necesario de nuestra oración con Él será todo aquello que nos cuesta aceptar de nosotros mismos y de los demás. Sobre todo, cuando tenemos la gran tentación sobre la que nos advierte hoy el Señor: la de juzgar y condenar. Respecto a uno mismo, debemos guardarnos de los peligros por defecto o por exceso a la hora de juzgarnos. Respecto a los demás, sobre todo debemos proteger que se introduzca el orgullo en nuestro juicio cuando nos hacen una jugarreta, nos disgustan, o simplemente nos contraría algo, cosa que sucede constantemente.

En la intimidad con Dios, hablando despacio sobre los asuntos más delicados, nos haremos con las armas necesarias para ese combate diario, que requiere armas distintas cada vez y con cada persona. Cuantas más armas te dé la caridad fruto de tu oración, más imitarás al Maestro y lucharás por ser justo a la medida de su Corazón, no a la medida del tuyo, tan adicto a las apariencias y los juicios temerarios.

La justicia humana -la institucional y la personal- dista muchas veces de ser justa. Nuestros ojos dañados y tantas veces nublados lo impiden.

Cristo no nos pide que dejemos de tener criterios propios, puesto que la discreción del juicio es una capacidad humana necesaria. Lo que hoy nos pide severamente es que formemos nuestra capacidad crítica para juzgarlo todo con sabiduría, justicia y caridad. Primero, viviendo interiormente esas virtudes que arman el juicio recto. Después, para ejercitarlas en las relaciones humanas.