Joaquín rinde Jerusalén a Nabuconodosor, quien arrambla con todos sus tesoros, especialmente los del templo, y deporta a las personas más valiosas a Babilonia para evitar que se arme una revuelta o una resistencia. Cambia al rey y pone a Sedecías.

El salmo 78 nos recuerda con desgarrador lamento la profanación del corazón de Israel: el templo de Salomón y todos los valiosos objetos dedicados al culto divino obra del hijo del rey David. Es una violación en toda regla, humillante y vergonzosa, que deja en la más absoluta desnudez un pueblo entero. Este episodio resuena en muchos lugares de la Escritura, sobre todo en los salmos. Comienza el destierro a Babilonia, que durará cincuenta años.

La brutal experiencia, todo un trauma, suscita en el corazón de los judíos el temor de no haber sido fieles al Señor. La idolatría de Nejustá, la madre de Joaquin, es muestra de ello. Por eso piden piedad: “No recuerdes contra nosotros las culpas de nuestros padres […] líbranos y perdona nuestros pecados a causa de tu nombre”.

En esos años de destierro, la esperanza en el regreso y la fidelidad al Señor darán vigor a la fe del pueblo. De este modo, la poda trajo un fruto abundante en fidelidad y conversión.

De entre las diversas y preciosas fórmulas de despedida que hace el sacerdote contempladas en el Ritual del Sacramento de la Penitencia, una me ha llamado siempre la atención: “[…] el bien que hagas y el mal que puedas sufrir, te sirvan como remedio de tus pecados […]”. Dicen que no hay mal que por bien no venga. Esa poda del destierro generó mucho fruto. En el evangelio, el Señor aludirá a esa poda que hace el Padre para que demos más fruto. La condición es aprender a confiar en el momento de la tribulación en que el Señor no nos abandona.

La fe vivida en momentos de prueba y persecución se acrecienta, se robustece, está llena de vida y es profundamente creíble. No se basa en meras fórmulas o ritos hechos costumbres, sino en la certeza de la presencia divina. Nos lleva a decir “Señor, Señor” no con los labios, sino con el corazón. Eso es lo que se piden los enamorados: que los “te quiero” no sean rituales hechos que saben a rancio, mientras por dentro estás aburrido de decirlo.

La fe apostólica, la fe de la Iglesia, es viva, fecunda, ilusionante, cuando está Cristo guiándolo todo. Él es la roca sobre la que cimentar la Iglesia.