La lectura de Lamentaciones y el salmo 73 cierran el tercer y último movimiento de esta dramática obra fúnebre en memoria de la destrucción de Jerusalén y del magnífico templo que levantara Salomón.

Al regreso del destierro se levantará un segundo templo, con similares características, pero será demolido de nuevo, esta vez por los romanos, en el año 70 de nuestra era. Volvemos a la casilla de salida.

Desde entonces, el pueblo judío ha elevado súplicas constantes al Señor para que sea construido un tercer templo en el monte Sion, en la ciudad de David, lugar de la Alianza y de las promesas sobre el Mesías. Sólo hay un problema: los seguidores de Mahoma levantaron en el siglo VII dos mezquitas espectaculares y es para ellos el tercer lugar sagrado, después de la Meca y Medina. Para ellos, allí está la piedra en que Abraham casi quita la vida a su hijo en sacrificio, la misma desde la que Mahoma, muchos siglos después, fue elevado al cielo. Casi nada.

Tanto el deseo de unos por quitar las mezquitas para levantar su templo, como el empeño de los otros por evitarlo a toda costa encuentra su fundamento en la sacralidad del espacio: los lugares santos son inviolables porque en ellos se manifiesta de modo excelso lo más grande del espíritu humano: la trascendencia, las creencias más profundas. Son los lugares del encuentro con la divinidad o con las personas elegidas para prestarle voz en este mundo. Profanarlo es un crimen que viola las conciencias de todos los creyentes de una religión entera.

La profanación constituye un pecado gravísimo: “Prendieron fuego a tu santuario, derribaron y profanaron la morada de tu nombre”. El resto de barbaridades descritas por el libro de Lamentaciones (con ese título, no hay duda), entran en la habitual práctica de acciones de guerra. Motivadas o no por el odio a la fe, el resultado es un daño peculiar: la religión y el acto de fe en profesarla es lo más íntimo de las creencias del corazón humano, sea cual sea su credo. De ahí que la defensa de la libertad tiene su culmen en la defensa en la libertad de religión. Si no se respeta este elemento, difícilmente se va a defender auténticamente la libertad en toda su amplitud.

Los caldeos, los asirios, los griegos, los romanos… Los imperios han conquistado de diverso modo a los pueblos. Y cuando el modo ha sido agresivo, atacan siempre lo más íntimo de un pueblo: su culto, unido a su cultura. Aunque destrocen las ciudades enteras, destruyen los templos con especial saña. La tradición de un pueblo abarca no sólo su historia, sino su modo de entender el mundo, la vida, la sociedad. Y eso se basa en las creencias religiosas en gran medida. Quien quiere invadir y esclavizar, cortará primero ese grueso cabo. El resto, son más fáciles.

Recemos por tantas violaciones que se producen en el sagrario de la conciencia de las personas por el odio a la fe.