En el Evangelio de hoy encontramos tres parábolas (en la forma más breve sólo se lee la primera de la cizaña), con las que Jesús nos habla del misterio del Reino.

El domingo pasado se nos hablaba de la semilla del trigo y de la disposición del corazón para acogerla. Hoy se nos dice que también hay otra semilla, introducida por el mal en el mundo que es la de la cizaña. Ambas crecen juntas en el mismo campo y no siempre es fácil distinguirlas. Eso tiene una dimensión global en la historia en la que vemos como bien y mal coexisten y no siempre es fácil una separación radical. Pero también puede hacer referencia a cada uno de nosotros en quienes podemos encontrar un deseo de servir a Cristo y de vivir según el evangelio al mismo tiempo que notamos vicios arraigados o comportamientos contrarios a lo que Jesús nos enseña. Es una parábola en la que se nos exhorta a la paciencia. Jesús no minimiza la presencia de lo negativo. Pero sí que advierte sobre la tentación de querer erradicar totalmente el mal y por ello causar un mal mayor (que es el de arrancar el trigo al intentar eliminar la cizaña). Tentación que se puede dar en relación con los demás o respecto de uno mismo.

Pero el evangelio deja clara una cosa y es que Dios sólo es responsable del bien que hay en el mundo, no del mal. La cizaña ha sido sembrada por el Enemigo. Es el signo inequívoco de que en la historia, además de la providencia divina, que es la rectora, intervienen otros factores que distorsionan y dificultan las cosas. Es el misterio de la iniquidad y del pecado. El mal sólo se sostiene sobre el bien, al que parasita y es causa de innegable sufrimiento para algunos. La Parábola, sin embargo, anuncia la victoria final de Dios sobre el mal, cumpliéndose la justicia y el poder de que habla la primera lectura. En el seguimiento de Jesús hay que crecer en la práctica del bien (la caridad), sabiendo que necesitamos de su gracia para soportar el mal sin aprobarlo. De hecho nos impulsa a abrirnos a la gracia y a descubrir que sin él nada podemos. En Jesús aprendemos la mansedumbre. Él nos ha mostrado la forma de vender el mal con el ofrecimiento de su propia vida en la cruz.

Las otras dos parábolas (las del grano de mostaza y la de la levadura), también nos hablan de esa forma paradójica que tiene Dios de actuar. Nos hacen pensar en el misterio del abajamiento de Jesús (siendo Dios se hizo hombre), y también en cómo va desarrollando su designio de salvación de forma eficaz aunque muchas veces parezca que no sucede nada. A veces nos gustaría que quedara de manifiesto todo lo que realizamos con nuestras obras, pero muchas veces la santidad va operando en lo oculto. Es lo que podemos descubrir también, por ejemplo, en la vida entregada de tantas personas a oración en la soledad, en los que ofrecen sus sufrimientos o dificultades y en los que practican el bien calladamente soportando, no pocas veces, la ausencia de frutos visibles.

Pero Dios va actuando. Su amor es más poderoso y su plan de salvación se cumple.