Lunes 20-7-2020, XVI del Tiempo Ordinario (Mt 12,38-42)

«Maestro, queremos ver un milagro tuyo». Pero, ¿no habían tenido bastante? ¿No habían visto con sus propios ojos tantos milagros? ¿Acaso no habían sido testigos de demonios expulsados, de ciegos y cojos sanados, incluso de la resurrección de una niña? Pero nada de eso les valía. Tampoco las palabras del Señor, llenas de sabiduría y autoridad. Tempestades calmadas, panes multiplicados, enfermos curados… no era suficiente para ellos. Aquellos judíos querían un signo, sí, pero un signo a su manera. No les valía la propia autoridad divina que manifestaban las obras de Jesús, sino que sólo aceptaban sus propios criterios. No podían abrirse a la novedad de Dios, a sus sorpresas, porque únicamente reconocían lo que podían medir con sus pobres y mediocres medidas. En el fondo, querían un Dios que les satisficiera sus caprichos, curiosidades y deseos. Un Dios a su medida, cuando, donde y como ellos pensaban. Una especie de varita mágica. En definitiva, un Dios domesticado.

«Esta generación perversa y adúltera exige una señal, pues no se le dará más signo que el del profeta Jonás». Pocas veces en el Evangelio vemos a Jesús, habitualmente manso y paciente, dirigir palabras duras contra sus interlocutores. Pues bien, este es una de ellas. El Señor no se ahorra calificativos para mostrar la profunda equivocación de aquellos escribas y fariseos. Pero, ojo… ¿cuántas veces le hemos dicho nosotros al Señor: “queremos ver un milagro tuyo”? ¿Cuántas veces hemos envidiado a aquellos primeros que fueron testigos de tantas maravillas? ¿Cuántas veces hemos querido que Dios satisficiera nuestras peticiones a nuestro modo y manera, quejándonos si no lo hacía así? Pues también a nosotros van dirigidas esas duras palabras: «esta generación perversa y adúltera exige una señal». Nosotros somos esa generación perversa y adúltera. Porque el signo de Jonás no es sino el signo de la Resurrección de Cristo: «tres días y tres noches estará el Hijo del hombre en el seno de la tierra». Pero este signo, supremo y definitivo, ya ha tenido lugar. Ya no podemos esperar más signos de Dios. Él, con la Pasión, Muerte y Resurrección de su Hijo, ya nos lo ha dado todo. ¿Y le seguimos exigiendo milagros? Nunca olvidemos que nuestro Dios no es un Dios domesticado.

«Ellos se convirtieron con la proclamación de Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás». Sólo con el milagro del inmenso amor manifestado en la Cruz nos debería bastar… Pero como Dios nos conoce y sabe que somos duros de corazón y de cabeza, nos ha dado infinidad de otros signos que nos revelan su presencia, su acción y su misericordia. Quizás es hoy un buen día para que, en nuestra oración, hagamos memoria de todos los signos del Señor en nuestra vida. Nuestro día a día está lleno de milagros, muchos de ellos imperceptibles, que pasan desapercibidos a los ojos de muchos. Pero son milagros igualmente. ¿No es acaso un signo del Amor de Dios que cada día salga el sol e inunde la tierra con su luz y calor? Agradece hoy a Dios que en tantos momentos de tu vida se haya cumplido esta bienaventuranza suya: «Bienaventurados vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen. En verdad os digo que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron».