Sábado 25-7-2020, solemnidad de Santiago Apóstol, patrono de España (Mt 20,20-28)

«Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda». Ciertamente, esta petición nos escandaliza. Inmediatamente pensamos en los intereses materiales, los honores y privilegios, las ventajas y ganancias que esperaban obtener Santiago y Juan. Son, por así decir, los precursores del carrerismo, del arribismo, del oportunismo. Nos ofende tanto esta petición de los dos apóstoles, que Mateo –al contrario que Marcos– la pone en labios de su madre. Parece que quisiera escudar a los Zebedeos detrás de las buenas intenciones maternas. Porque… ¿qué madre no procura obtener lo mejor para sus hijos? Sin embargo, no sabemos lo que rondaba por la cabeza de los dos hermanos. Evidentemente, tendría mucho de interés humano la petición… Pero estoy seguro de que tanto Santiago como Juan deseaban realmente estar lo más cerca posible del Señor. Desde aquella mañana en la que Cristo los llamó a orillas del mar, habían podido conocer y amar cada día más a su Maestro. Ya no podían vivir sin él. Es más, les espantaba la idea de no estar lo suficientemente cerca de él, de perderse alguna palabra o gesto suyo. Y fueron los únicos que se atrevieron a expresarlo, eso es verdad. Por eso también los dos hermanos nos sorprenden por lo audaz de su petición. Piden lo más a lo que podemos aspirar tú y yo: estar toda la eternidad al lado de Jesús. Y lo piden sin rodeos, sin condiciones, directamente. ¿No revela esta magnanimidad el corazón tan grande que tenían Santiago y Juan?

«“No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?” Contestaron: “Podemos”». ¡Podemos! No sólo es audaz la pregunta de los dos hermanos, sino también su respuesta. Y además no lo dudan ni un instante. ¡Claro que podemos! Un corazón que piensa y sueña a lo grande nunca se arredra ante las dificultades. Un corazón grande, como era el de Santiago, puede con todo. Y, de hecho, así lo demostró a lo largo de su vida. Él hizo realidad ese “¡podemos!”. Con la certeza de la Resurrección y la fuerza del Espíritu Santo, Santiago el mayor se lanzó a la aventura de predicar el nombre de Cristo por toda la tierra. La tradición nos ha transmitido que probablemente llegó a España, que era el confín occidental del mundo conocido (de ahí Finisterrae, “el fin de la tierra”). El deseo de dar a conocer a todos los pueblos el Evangelio le llevó al apóstol hasta los confines del mundo. Su corazón ardía de tal modo que el orbe se le hizo pequeño. ¡Y con qué audacia! Para él, su apostolado era como un mar sin orillas, de horizontes infinitos. Nosotros muchas veces nos conformamos con poco, con ir tirando, con sobrevivir… y Santiago no se conformó hasta haber predicado en los confines de la tierra.

«Él les dijo: “Mi cáliz lo beberéis”». Efectivamente, Santiago bebió el cáliz del Señor. Es más, él fue el primero que lo hizo. Este apóstol tuvo el privilegio de ser el primero de entre los Doce en derramar su sangre por Cristo, como nos lo cuentan los Hechos de los apóstoles. Así, reveló la magnitud de su corazón hasta el final. Santiago no se quedó a medias, sino que lo dio todo hasta el final. Hasta su sangre. Hasta la vida. Y, así, mereció estar junto a su Señor por toda la eternidad. Así, finalmente, vio cumplido su deseo. Pidamos a Santiago apóstol, nuestro patrón insigne, que nosotros también tengamos un corazón grande y audaz para amar a Cristo, para gastar nuestra vida anunciando su nombre, para derramar nuestra sangre por Él. ¡Santo adalid, patrón de las Españas, amigo del Señor! ¡Defiende a tus discípulos queridos, protege a tu nación! ¡Gloria a Santiago, patrón insigne!