Cuando el Cardenal Van Thuan habla de los defectos de Jesús en los ejercicios espirituales que predicó a San Juan Pablo II, allá por el no tan lejano jubileo del año 2000, incluye entre otros que Jesús no sabe de economía, ciertamente cuando leemos el Evangelio de hoy, o aquellas parábolas como la de la dracma, o la de la oveja perdida, lo confirmamos. Jesús no tiene ni la más remota idea de economía, por lo menos de la economía que estudiamos hoy en las universidades y de la que sufrimos en el día a día.

¿Tiene sentido vender todo lo que se tiene para conseguir una perla preciosa, o para comprarse un campo con un tesoro? ¿Tiene sentido asumir el riesgo de fiarlo todo a una carta? Bueno ningún inversor de prestigio dejaría de recomendarnos diversificar el riesgo. Pero Jesús no entiende, ni quiere entender de esas cosas, Jesús sólo sabe actuar de una manera, “saltando sin red”, entregándose hasta su último suspiro, sin reservarse nada.

Dando un paso más, si tuviésemos que traducir a nuestro lenguaje la parábola, en ella lo que se nos invita es a entregarlo todo, (venderlo dice el texto) para obtener un tesoro, obtener el único tesoro que es verdaderamente valioso, su amistad, el Reino. ¿Merece la pena abandonarlo todo, dejar todas nuestras posibilidades para conseguir aquel bien mayor? ¿Podemos optar por una vida diferente, por unos valores distintos?

Estas son preguntas que nos van saliendo al encuentro en nuestra vida de fe y que respondemos, la mayoría de las veces de aquella manera… Dios nos propone una lógica distinta, nos propone unos criterios distintos, nos propone vivir con otras prioridades. Por eso la vida de los santos nos resulta muchas veces de película, porque ellos, mejor que nadie, han sabido hacer suyos esos criterios nuevos… nuestra vida puede cambiar también, nunca es tarde, siempre hay esperanza para poder aprender a vivir como Jesús nos propone, nunca es tarde en definitiva para vivir felices, en el Reino, sólo necesitamos cambiar nuestros criterios, y no andar dejándonos la vida para conseguir baratijas, como si compráramos en los mercadillos, Dios nos ofrece un verdadero tesoro, el único tesoro: su Reino, y, igual que no podemos pretender conseguir duros a pesetas, no podemos pretender alcanzar el Reino de Dios, sin cambiar nuestros criterios o limpiar nuestras intenciones. Así pues manos a la obra, el verano es un buen tiempo para mirar con confianza al futuro, con las fuerzas renovadas nos sentimos capaces de venderlo todo y hacernos con la única joya que merece la pena: el Reino de Dios.