Si nos fijamos bien, cada vez que Jesús habla sobre su muerte, inmediatamente añade la promesa -y la certeza- de su resurrección. Es una constante: la muerte no es el final, la existencia de Jesús no acaba con su partida en la Cruz.
Hoy, casi dos mil años después, tenemos claro esto. Principalmente por la fe, claro, pero no podemos desdeñar la historicidad de quienes nos han dejado testimonio de lo que vieron y oyeron. El caso es que esta es nuestra gran esperanza, la que Jesús nos ha regalado: que no hay mal que por bien no venga, que, como dice san Pablo, todo es para el bien de los que aman a Dios. Pero tenemos un problema: que esta certeza sólo la podemos vivir si la actualizamos entrando en contacto con ese Señor que vive realmente, que está sentado a la derecha del Padre y que envía su Espíritu a cada alma que está en gracia.
Si lo pensamos bien, ¿no es algo verdaderamente impactante? Quizás nos hayamos acostumbrados a esto o, incluso, vivamos sin tener a flor de piel esta certeza. ¡Es hora de reactivar esta esperanza!
Y entre otras cosas es hora de vivir de la resurrección y la esperanza aneja a la misma porque «los reyes del mundo» parecen haber olvidado a su Mesías. ¡Parece como si el mismo Dios tuviera que pagar impuestos por ser Dios! Por eso el Señor es rechazado en tantos ambientes… y nosotros corremos el peligro de caer en las redes mundanas. Es ahí donde la certeza de que Cristo vive nos elevará por encima del pecado y comprobaremos cómo, también a nosotros, paga por nosotros los dos dracmas (cada cual tiene las suyas) que tenemos que pagar. Dicho de otro modo: el Señor nos hará superar los respetos humanos que tantas veces nos surgen cuando nos vemos rodeados de increencias.
En el Evangelio de hoy, además de la majestad del Señor, que se muestra, una vez más, por encima de toda intriga humana, nos llama la atención la actitud de san Pedro, que, esta vez, no parece no pararse ni un segundo a dudar de la disertación de su Maestro. Ojalá nosotros tuviéramos la misma lucidez para no dudar del paso del Señor en nuestra vida. ¿Quién puede dudar de que Simón hizo caso a Jesús y se fue inmediatamente a pescar el pez con las monedas? El texto desprende obediencia de fe. ¡Es maravilloso!
En fin, pidamos hoy al Señor una fe inquebrantable, una fe que nos lleve corriendo a sus brazos cuando pequemos, como hizo Pedro, que después de este día cayó unas cuantas veces en la desconfianza y la desobediencia a la fe. Pidamos una fe robusta que nos lleve a acurrucarnos en unos brazos, los de Jesús, en los que podamos descansar, unos brazos tan fuertes que nada tememos cuando dormimos en ellos. ¡Cristo vive!