El perdón… ¡qué increíble piedra de toque para todo cristiano que sufre y se siente ofendido! Hemos de reconocerlo: en determinadas condiciones nos cuesta horrores perdonar.
Sobre el perdón se han dicho y se podrían decir mil millones de cosas. Y todas ellas preciosas seguramente. Pero hoy vamos a intentar ir a lo práctico, ir a lo concreto, a los lugares en los cuales podemos ponerlo por obra.
Primero, claro está, hemos de tener claro que perdonar no es olvidar, sino, más bien, renunciar al rencor que las ofensas propias o ajenas producen en nuestro corazón. El perdón es una decisión, no un sentimiento o un olvido literal (¿alguien es dueño de sí mismo al punto de olvidar lo que quiera como si fuéramos ordenadores que eliminan selectivamente los archivos?). Pues eso.
Vamos a ir a la misa, pues uno de los fines de la misa es, precisamente, la expiación, la satisfacción por nuestros pecados, los de los hermanos y, claro está, la petición de clemencia para las almas del purgatorio.
Muchas veces se nos dice que hay que vivir e día como si fuera una misa, y parte de eso consiste en que hemos de estar prestos para reconocer, humildemente, nuestros errores. Sin miedo. ¿Has cometido un pequeño error? Pide perdón inmediatamente, no te cortes, no dejes pasar la oportunidad de corregir la falta. A lo largo del día también puedes elevar el corazón al Señor para pedirle disculpas por los pecados de nuestra vida, presentes, pasados y, seguramente, los futuros. ¡Pero hazlo expresamente! También podemos ofrecer pequeñas mortificaciones, sacrificios, que vayan conformando nuestro corazón contrito y humillado, como tanto le gusta a Dios y canta el famoso salmo 50 (51), uno de los más bellos del salterio.
Y vayamos a la celebración eucarística. ¿Dónde vivimos esta dimensión de la que estamos hablando? Primero, naturalmente, encontramos el acto penitencial, donde nos reconocemos pecadores y pedimos intercesión a los hermanos (¡es precioso!); pero luego la liturgia de la Eucaristía deja bien claro en muchos momentos que somos pecadores y necesitamos la misericordia de Dios. Y tenemos como momento estelar el ofertorio, momento en que debemos entregar a Dios, no ya nuestros problemas y gratitudes, sino nuestra vida misma. Porque eso es lo que quiere Dios: a nosotros. Que nos entreguemos a Él voluntariamente y por amor. Que a cambio de nuestros pecados le demos nuestra vida entera.
Pidamos perdón sin miedo y disfrutemos de cómo Jesús hace, verdaderamente, nuevas todas las cosas.