La pregunta por el sentido de su vida es la pregunta que constituye al ser humano: “¿quién soy yo?”, o lo que es lo mismo, “¿a qué debo esperar? ¿qué es lo que realmente, en justicia, puedo encontrar que dé sentido pleno a mi existencia?”. En realidad, el joven que se acercó a preguntarle a Jesús, más que por el fin, que lo tenía claro, aunque no se sabe muy bien que entendía por aquello de “la vida eterna”, en realidad estaba preguntando por el medio: “Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno para obtener la vida eterna?”.

Nosotros, veinte siglos después, podemos responder que Jesús es la verdad, el camino y la vida. La verdad sobre la condición del hombre; él es el que esclarece al hombre su verdadera identidad y misión, el que revela el hombre al propio hombre. Es también la vida en plenitud, nuestra meta por tanto es adquirir esa misma vida ya ahora en el tiempo y después más allá de la muerte. Y para alcanzar esa verdad y esa vida, Jesús es también el camino, es decir, en realidad este joven estaba preguntándole a Jesús: “¿Eres tú lo que estoy esperando? ¿Eres tú lo que busco? ¿Eres tú el que puede darme todo aquello que yo anhelo, todo lo que busca mi corazón?”.

Es bonito notar que, en su pregunta, el joven ya da por sentado que alcanzar la vida eterna tiene una conexión con “lo bueno”, “¿qué de hacer de bueno?”, lo cual nos pone en la pista de que la vida eterna, la vida en plenitud, tiene mucho que ver con construir nuestra vida “en el bien”.  Jesús responde “¿por qué me preguntas que es bueno?” y remite a Dios: “uno solo es bueno”. Para un judío “uno solo es bueno” es estar hablando de Dios, sin duda alguna, y añade: “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos”. En concreto Jesús le habla de los mandamientos de la segunda tabla de la ley, es decir los que tienen que ver con el amor al prójimo: “no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, honrarás a tu padre y a tu madre, y ama a tu prójimo como a ti mismo”. Sorprende que aquel joven respondiera que había cumplido “todo” y, sin embargo, pregunta: “¿qué me falta?”.  Es impresionante que un joven del que además después vamos a conocer su condición: “era muy rico”, y tan justo, tan bueno, tenga esta certeza de que algo le faltaba.

Es consolador descubrir que el corazón humano no se deja embotar, no se deja engañar, no se deja engañar, no se deja adormecer, sino que grita pidiendo la auténtica plenitud. Jesús se le queda mirando y le responde: “si quieres llegar hasta el final, si quieres ser perfecto, anda vende tus bienes, da el dinero a los pobres – así tendrás un tesoro en el cielo – y luego ven y sígueme. Este es el punto clave: Jesús está remitiendo a sí mismo. El camino para alcanzar la verdad y la vida es él, es caminar con él, es seguir sus pasos, es convertirse en discípulo suyo, es seguirlo; pero solo podrá seguirlo aquel que ligero de equipaje, desprendido de todo lo que ata su corazón  pueda emprender este camino sin echar la vista atrás; por eso Jesús le pide a este que era rico que venda todo y que ahora su tesoro esté enterrado aquí en la tierra, donde como dice en otro lugar el tesoro puede que se estropee por la polilla, la carcoma o por la herrumbre sino que tenga un tesoro en el cielo; entonces, solo entonces, libre de toda atadura podrá seguirlo por el camino.

El desenlace de este encuentro es ciertamente desolador, el joven se fue triste porque era muy rico. Nos podemos imaginar cómo estaba, apesadumbrado, frunciendo el ceño; se fue pesaroso y se alejó de Jesús. Pero también la imaginación nos permite contemplar a Jesús triste por la oportunidad que este joven estaba dejando atrás, la oportunidad de elegir entre lo bueno lo mejor: una vida en plenitud.

Vamos a pedirle al señor que nosotros que nos preciamos de inteligentes, de justos, de buenos y de ricos nos demos cuenta de que solo Cristo es la verdadera sabiduría, solo Cristo es verdaderamente justo, solo Cristo es santo y el verdadero tesoro por quien merece la pena perderlo todo para tenerle a él.