Comprendo que Jesús compare la fe con un grano de mostaza. Es verdad que no hace falta que la semilla sea grande para que lo sea su fruto. Dice Jesús que el grano de mostaza es la semilla más pequeña pero cuando crece se convierte en un arbusto grande. Por tanto, lo único imprescindible para que haya fruto es que haya semilla sembrada, así de sencillo. Esta imagen es muy idónea para hablar de la fe.  Esta confianza, aparentemente se refiere a algo pequeño, es como una delgada línea roja y sin embargo separa completamente un mundo y otro. En un mundo sin fe solo es posible aquello que no excede a nuestra capacidad. Lo extraordinario de la fe es que allí donde unos se encogen de hombros y dicen “no, no, es imposible”, la persona que tiene fe dice “para los hombres es imposible pero no hay nada imposible para Dios”. Parece que esto es algo sin importancia y sin embargo esa pequeña apertura es fundamental porque es el margen que necesita Dios para entrar en la historia y transformarla. A veces los que no tienen fe piensan que los creyentes vemos una realidad que no existe; es como si a la realidad palpable añadiéramos una que nosotros creamos; como si nosotros pudiéramos ver otra realidad más agradable. Por eso nos acusan de ingenuos, ilusos e inocentes, pero esta visión es del todo injusta. La persona que tiene fe no ve una realidad distinta de la que ve el que no tiene fe, solo que la ve mejor, con más detalle, abarcando la totalidad de lo que existe. Sería algo así como la persona que no ve bien, pero usando unas lentes ve la realidad mucho más y mucho mejor, con todo detalle. Esto es lo que aporta la fe al hombre, no es ver lo que no hay sino ver más y mejor la realidad que existe.

La persona con fe no tiene, por tanto, nada de extraordinario por sí misma, sino que es la fe la que le aporta esta nueva comprensión de la realidad. En este sentido la fe tampoco es un mérito para nadie, sino que es un regalo, un don; en algunas ocasiones puede incluso convertirse en un hecho tan inapelable que uno no puede obviar de ninguna manera, aunque le resulte gravoso. Por ejemplo: si un compañero sacerdote un día me dijera que viendo el mundo como está, viendo la iglesia como está, viendo el sacerdocio como está… ha decidido abandonar el ministerio sacerdotal; yo le respondería que, con esa misma visión de las cosas, del mundo, de la Iglesia, etcétera; por las mismas razones por las que él abandona el ministerio, por esas mismas razones y no otras yo le tendría que decir que me mantengo en él. Y no puedo presumir de nada, tan solo agradecer que Dios me haya concedido el don de la fe, un don por el cual donde otros no ven salida, yo veo una puerta abierta; donde otros en la cruz solo encuentran un muro contra el que darse de bruces de frente, yo encuentro una escalera con la que salvo el muro de la muerte para entrar en la vida del cielo. Por tanto, tal y como escuchamos hoy en el evangelio la fe para mí consiste en que “lo que es imposible para los hombres no es imposible para Dios”. Porque para Dios nada hay imposible, como le dijo el ángel Gabriel a María en la anunciación. La fe te otorga la capacidad de ver una dimensión más en la realidad, me atrevería a decir que es como una cuarta dimensión que se suma a la altura a la anchura y a la profundidad; es reconocer las cosas como signo de una presencia llena de afecto; reconocer la realidad: las personas y los acontecimientos como signo del amor de Dios que está tejiendo mi historia, que está haciendo conmigo y junto a mí el camino de mi vida. Así es como se entiende que Jesús anime a los suyos a vivir los asuntos más importantes de la experiencia humana. Por ejemplo, el matrimonio; escuchamos la sorpresa y el escándalo de los apóstoles al oír hablar de la indisolubilidad del vínculo matrimonial; y lo mismo sucede hoy al referirse al uso y a la seguridad que otorga al hombre la riqueza, el acumular bienes materiales.

Jesús entristecido por la incapacidad del joven rico de desprenderse de sus bienes dice esta frase lapidaria: “¡qué difícil le va a ser a los ricos entrar en el reino de los cielos! Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja a que un rico entre en el reino de los cielos”. Y esto no es en absoluto una amenaza, es una constatación de una realidad: cuando uno busca la seguridad en poseer bienes se hace incapaz de prescindir de ese “seguro” para confiar en las personas y mucho menos aún en Dios. Los discípulos al oír a Jesús preguntan espantados: “entonces ¿quién puede salvarse?”. Y Jesús una vez más responde “es imposible para los hombres, pero Dios lo puede todo”. “Esta es la fe que nos salva”, decimos al confesar el credo; ciertamente esta es la fe que nos permite confiar y descansar tranquilamente en la providencia de Dios, en su amor de Padre que cuida con cariño y con ternura de cada uno de sus hijos. Jesús está deseando introducir a todos los hombres en esa relación filial con Dios, su padre, que ahora también es nuestro padre. Jesús está deseando regalarnos la libertad propia de los hijos que ya no viven bajo el yugo ni bajo la servidumbre, sino que viven con plena libertad, confiando ciegamente en su padre. Jesús está deseando que pasemos del miedo a la libertad, del temor al amor. Por eso contrasta tanto la intervención de Pedro justo a continuación, cuando recordando a Jesús que ellos lo han dejado todo para seguirlo, se hace esta pregunta, tan humana como lamentable: “¿Qué hay de lo nuestro? ¿Qué podemos esperar nosotros?” Se revela aquí que todavía Pedro y los apóstoles siguen eligiendo a Jesús porque es la opción mejor, podríamos decir coloquialmente hablando que apuestan por el caballo ganador, pero todavía no han entendido que se les invita a seguirlo por amor y no por interés. Aunque no hubiera un premio posterior ya serían los más felices y los más dichosos por vivir con Jesús y como él. No obstante, el maestro para tranquilizarles les anuncia esta bendición que trae consigo su elección. No solamente tendrán la vida eterna más allá de la muerte, sino que ahora en este tiempo durante su vida, en el presente pueden disfrutar del ciento por uno, cien veces más, padres, madres, hermanos, hermanas, casas, hijos y tierras, con persecuciones.

Ojalá el Señor nos conceda el don de la fe para no vivir más atemorizados por nuestros límites, agobiados por nuestra falta de capacidad, calibrando permanentemente el tamaño de nuestra fe. Que el señor nos conceda una fe verdadera, aunque sea del tamaño del grano de mostaza porque la fe lo que nos otorga no es un poco más sino “todo en vez de nada”.