Toda la parábola de hoy es una revelación del corazón de Dios. No se deja vencer por la obstinación de los hombres, sino que a pesar de que su pueblo sea duro de cerviz, se empeña una y otra vez en hacerlo feliz.

Pocas imágenes invitan tanto a la alegría como la celebración de unas bodas. Antiguamente el evento podía durar varios días y era un auténtico privilegio ser invitado, mucho más tratándose de la boda del príncipe heredero. Nada era comparable con algo así. ¿He dicho nada? En realidad, sí, el reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo.

Imaginemos los preparativos, la elaboración de la lista de invitados, la preparación del banquete, las obras y los arreglos de toda clase para esos fastos, el sacrificio y la elaboración de los terneros y las reses previamente cebadas. Increíblemente los invitados rechazan acudir. Cuando Jesús contaba esta parábola, la gente sencilla que le escuchaba se echaba las manos a la cabeza y seguro que se oía un murmullo de desaprobación y estupor: ¿cómo era posible? ¿qué se le puede pasar a uno por la cabeza para rechazar un plan así?

La respuesta la da el propio Jesús cuando expuso lo que les sucedió a “otros criados” que fueron en nombre del rey a insistir a los convidados: “mi tierra”, “mis negocios” … y no solo el rechazo de la invitación sino también la persecución incluso hasta la muerte de los criados del rey.

Claramente Jesús está aludiendo al rechazo de Israel. Le están despreciando a él, que es el Hijo de Dios. Jesús viene conforme al querer del Padre a desposar a la humanidad, a la que ama entrañablemente. Hacía siglos, Dios había oído el clamor de su pueblo y se había compadecido de su dolor. Lo había salvado de la esclavitud y de la muerte, había hecho una alianza con él para que en adelante tuviera vida, pero su pueblo ahora volvía a rechazarlo. No han querido escuchar a los profetas y ahora rechazan también al mismo hijo, al heredero, al esposo enamorado. El Padre está feliz de ese amor de su Hijo y no comprende cómo se puede rechazar un amor así. “No tendrás un dios extraño, no adorarás un dios extranjero; yo soy el Señor, Dios tuyo, que te saqué del país de Egipto; abre la boca que te la llene». Pero mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no quiso obedecer: los entregué a su corazón obstinado, para que anduviesen según sus antojos. ¡Ojalá me escuchase mi pueblo y caminase Israel por mi camino! (Sal 81, 10-14)

El rey, indignado, dijo a los criados…: Id a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis convidadlos a la boda.  El rechazo de los invitados fue la ocasión propicia para todos los que estaban “en medio de la nada”, todos sin excepción: buenos y malos. Esos somos nosotros los que hemos llegado a ser hijos, los cristianos que procedemos de todos los pueblos de la tierra con los que Dios ahora ha hecho una alianza nueva y eterna, en la entrega de Cristo esposo de la Iglesia, por la que se entrega en el tálamo nupcial de la cruz hasta dar su vida y su sangre por ella.

Ahora la iglesia es la antesala de esas bodas, porque la sala definitiva del banquete es el cielo que se ha llenado de invitados, todos vestidos con el traje de fiesta, el traje nupcial. Allí lo que se celebra es esos desposorios de Cristo en los que nosotros somos los protagonistas, es la fiesta de nuestra «unión con Dios». Para eso hemos sido creados, para esta “relación con Dios»: ¡amar, y ser amados! Dios nos ama. Y cada uno está invitado a responder a ese amor. Y todos los amores verdaderos de la tierra son el anuncio, la imagen, la preparación y el signo de ese amor definitivo y pleno.

Sorprende a muchos que al final de la parábola el rey, que se pasea entre los comensales, reprenda a un invitado por no vestir de novio. Les causa extrañeza a muchos que leen o meditan este pasaje sobre todo por que se dice que los llevaron a la fiesta de cualquier modo, sin que hubieran podido prepararse especialmente. Sin embargo, es fácil entender a qué se refiere ese traje nupcial. Si estamos hablando de la asamblea de los santos, sabemos que esa “muchedumbre inmensa, de todo pueblo, lengua y nación, vestidos con túnicas blancas son los que vienen de la gran tribulación, son los que han lavado sus han lavado sus vestidos y han blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero” (Ap 7, 9. 14). Es decir, ese vestido representa un corazón puro, compasivo y misericordioso. Y el rey lo puede exigir a los comensales porque se les ha dado como un regalo antes de entrar en el banquete y como condición para acceder al mismo. Dios mismo lo ha hecho. La imagen más ilustrativa la encontramos en la última cena, cuando Jesús para hacerles dignos de sentarse a la mesa del banquete de su pascua quiso lavarles los pies. Probablemente en su corazón Jesús rezara con las palabras del profeta que hemos escuchado en la primera lectura de hoy. Mientras derramaba el agua lavando los pies de sus discípulos oraría así: “Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará: de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar; y os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne” (Ez 36, 25s).

Esa es la única condición para sentarse en la mesa de la pascua, aquí en la tierra en la celebración de la misa y en el cielo cuando Dios nos lleve consigo: estar revestidos de Cristo, llevar con alegría ese vestido de novios que Cristo nos ha regalado gratuitamente. No querer llevar el vestido de nuestra propia justicia y despreciar a los demás por ello, sino llevar con humildad el mismo vestido que el resto de los invitados al banquete de las bodas del Cordero, el vestido de la justicia de Cristo que es compasivo y misericordioso. Para esto no valen las excusas: el vestido es gratis, corre a cuenta del que invita.