Un valle de huesos secos es una imagen tremenda. Es la imagen de una humanidad no solo muerta sino peor aún, sin esperanza alguna. Un paisaje desolador que nos transporta a cualquiera de esas películas de ciencia ficción donde se proyecta un futuro en el que el hombre se ha destruido a sí mismo, ha acabado con su propia civilización. ¡Para que luego digan que la Biblia no es actual! La mayor parte de las imágenes que son patrimonio común de los hombres de cualquier época tienen su reflejo en la sagrada escritura.

Dios le hace una pregunta al vidente – profeta: “¿podrán revivir estos huesos?”. A lo que él responde: “Señor, tú lo sabes”. Es como si Dios expusiera la situación más irreversible que uno pudiera imaginarse, ante la cual cualquier solución es imposible, para a continuación poder mostrar su poder y despertar de ese modo la fe en él, la esperanza en el futuro que él si puede ofrecer.

Puede que esta imagen nos resulte muy elocuente hoy a nosotros que estamos viviendo esta crisis global en el mundo entero. No faltan los profetas de calamidades que no pierden la oportunidad para ver en esta desgracia el signo de un final inminente. En cualquier caso, desde luego sí es la consecuencia de un modo de vida en el que el hombre se ha convertido en su peor enemigo. El papa Francisco en su mensaje «urbi el orbi» del domingo de Pascua decía: “Este no es el tiempo de la indiferencia, porque el mundo entero está sufriendo y tiene que estar unido para afrontar la pandemia. Que Jesús resucitado conceda esperanza a todos los pobres, a quienes viven en las periferias, a los prófugos y a los que no tienen un hogar… Este no es el tiempo del egoísmo, porque el desafío que enfrentamos nos une a todos y no hace acepción de personas… Este no es tiempo de la división. Que Cristo, nuestra paz, ilumine a quienes tienen responsabilidades en los conflictos, para que tengan la valentía de adherir al llamamiento por un alto el fuego global e inmediato en todos los rincones del mundo.… Este no es tiempo del olvido. Que la crisis que estamos afrontando no nos haga dejar de lado a tantas otras situaciones de emergencia que llevan consigo el sufrimiento de muchas personas”. Y recapitulaba finalmente estas mismas ideas: “Las palabras que realmente queremos escuchar en este tiempo no son indiferencia, egoísmo, división y olvido. ¡Queremos suprimirlas para siempre! Esas palabras pareciera que prevalecen cuando en nosotros triunfa el miedo y la muerte; es decir, cuando no dejamos que sea el Señor Jesús quien triunfe en nuestro corazón y en nuestra vida. Que Él, que ya venció la muerte abriéndonos el camino de la salvación eterna, disipe las tinieblas de nuestra pobre humanidad y nos introduzca en su día glorioso que no conoce ocaso”

Este anuncio gozoso de la pascua es el cumplimiento de la profecía que hemos escuchado. Dios mismo, por boca del profeta, nos alienta y nos devuelve la esperanza. ¡Creamos! La clave no es que todo se vaya a resolver “en un soplo” … la clave es que el soplo del Espíritu, procedente de los cuatro vientos, nos hace volvernos al Señor y escuchar su palabra: “Esto dice el Señor: Yo abriré vuestras tumbas, os sacaré de ellas, pueblo mío, y os llevaré a la tierra de Israel. Y cuando abra vuestras tumbas y os saque de ellas, sabréis que yo soy el Señor. Infundiré en vosotros mi espíritu, y viviréis; os estableceré en vuestra tierra, y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo hago. Oráculo del Señor”.

Es el Espíritu del Resucitado, el que quiere derramar sobre la faz de la tierra para renovarla. Es el Señor el que se acerca a nosotros y nos devuelve la vida sacándonos de nuestros sepulcros, invitándonos a recuperar lo esencial: a abrir el corazón y no tener miedo al amor, crear la fraternidad de los hijos de Dios, vivir justamente  compartiendo los bienes espirituales y materiales, disfrutar de lo pequeño y poner nuestra esperanza sólo en Dios, nuestro Padre que cuida de nosotros y que es el único que conoce el día y la hora en el que este primer mundo pase y Él pueda enjugar toda lágrima de nuestros ojos, cuando ya no haya muerte, ni más duelo, ni clamor, ni dolor.

El apóstol san Juan nos dice en su primera carta: “Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos. El que no ama a su hermano, permanece en muerte” (1 Jn 3, 14). Luego el amor es la causa – origen y el fruto – meta de esta transformación. El amor nos hace pasar de la muerte a la vida. He aquí la centralidad del amor como expresión de lo que Dios mismo es y de la vocación del hombre: creado por amor y para amar.

Cuando los maestros de la ley interrogan a Jesús buscando argumentos para condenarlo y tendiéndole una trampa tras otra con la intención de que cayera tarde o temprano, no consiguen su propósito, al contrario, le brindan la oportunidad para que pueda declarar solemnemente que en el doble mandamiento del amor – a Dios y al prójimo – se sostienen toda la Ley y los Profetas. El amor es la única prioridad, en esto nos jugamos el presente y el futuro.

Meditemos para terminar este poema que según aseguran algunos de sus más cercanos colaboradores rezó Karol Wojtyla cuando fue elegido Papa:

«El amor me lo ha explicado todo, / el amor me lo ha resuelto todo, / por eso admiro el amor / donde quiera que se encuentre. / Si el amor es tan grande como sencillo, / si el anhelo más simple se puede encontrar en la nostalgia, / entonces puedo entender porque Dios / quiere ser recibido por gente sencilla, / por esos cuyos corazones son puros / y no encuentran palabras para expresar su amor. / Dios ha venido hasta aquí / y se ha parado a poca distancia de la nada, / muy cerca de nuestros ojos. / Quizá la vida es una ola de sorpresas, / una ola más alta que la muerte, / no tengáis miedo jamás».