Aprovecha que aún tienes una pizca de vacaciones, y puedes pensar las cosas más en sosiego, para recapacitar en lo mucho que te habrás perdido por los malditos prejuicios. Aquel chico a quien conociste en tu juventud que te parecía un presuntuoso y un engreído, no era más que un pobre adolescente con pánico a relacionarse con los demás. Era sencillamente tímido, pero tenía un corazón muy noble, y te lo perdiste. La vez en que la vecina de arriba te hizo la faena de olvidarse de traerte la bolsa de patatas del supermercado, fue para ti casus belli, la dejaste de hablar y en tu cabeza pusiste un aspa negra sobre su rostro. Qué se había creído, te había hecho un feo a ti, a ti que siempre estás dispuesta a hacerlo todo por los demás. Desde entonces pensaste que no eras importante para ella y que quería hacerte la vida imposible. Con esa etiqueta pegada en su frente la sigues mirando y no caes en la cuenta de que la pobre tiene tres hijos muy pequeños que le ponen en el disparadero, y a veces se le olvida hasta comer. A Bartolomé (Natanael en el Evangelio de hoy) le pudo también el prejuicio. No era posible que Nazaret, una ciudad muy menuda dentro del cogollo de ciudades mayores para un judío, pudiera ser la cuna del rey de reyes, era imposible y punto.

Cuantas veces decimos eso mismo, “es así, y se ha terminado”, como si no quisiéramos dejar entrar a nadie en nuestro búnker, a ver si van a trastocar nuestras cosas. De tanto como nos protegemos, es posible que haya temas que no nos atrevamos a tratar en libertad con los demás, porque nos ponemos espinosos y podemos hacer daño. Hay personas que no saben hablar de la fe cristiana sin ponerse coléricas, familias donde es imposible mentar al tío Zutano, o hablar de la guerra civil, o citar a determinado político, es la mera insinuación de su nombre y se les muda el color. A veces tenemos un inmenso prejuicio del mismo Dios, por eso no terminamos de fiarnos del todo de Nuestro Señor. Nos da la impresión de que no quisiera atendernos del todo, como si le cayéramos mal por cosas que hacemos. Te pongo un ejemplo que acabo de leer en Misericordia, la obra maestra de Galdós, “vamos, que Dios, digan lo que dijeren, no hace nunca las cosas completas. Así en lo malo como en lo bueno, siempre se deja un rabillo, para que lo desuelle el destino. En las mayores calamidades, permite siempre un suspiro; en las dichas que su misericordia concede, se le olvida siempre algún detalle, cuya falta lo echa todo a perder”. Pues si con un prejuicio así de grande nos ponemos a tiro de Dios, siempre creeremos que las cosas que salgan mal serán por su desatención, y las buenas porque las merecemos. Y de tanto desconfiar, la relación se nos enfría.

La respuesta que dieron los discípulos a Natanael cuando les soltó el prejuicio, es la clave de toda existencia cristiana, “ven y verás”. Si permaneces abierto, como esas casas donde todo el mundo es bienvenido, a la verdad de un Dios que está deseando hablarte, recibirás noticias ciertas de Él en la vida misma, y volarán tus prejuicios.