He pasado unos días en un monasterio carmelita absolutamente maravilloso. Se encuentra en el parque natural de Batuecas, Salamanca, un lugar donde no es difícil afinar en el encuentro con Dios, todo parece vestido para ponértelo fácil. Desde luego que las fundaciones de monasterios en el XVI aprovecharon esos desiertos naturales (vergeles, en el fondo, donde el paso de Dios se hace más obvio) para recogerse en Aquél que tiene verdaderas ganas del hombre. La experiencia de quienes realizan un retiro de estas características suele ser común, Dios se toma tiempo en limpiarte el vaso por dentro, aquí no se viene a una operación de maquillaje, la desnudez del río y los bosques es espejo de la propia desnudez ante Dios.La noche sosegada en par de los levantes de la aurora”, esa primera hora de la mañana en la que el perfil de los cipreses muestra su misterio de vigías, y apenas se mueven para no distraer la llegada del sol, pues esas mañanas lentas en sus amaneceres dicen lo pausada que es la acción de Nuestro Señor en el propio carácter cuando quiere hacerlo suyo.

Es necesario siempre en el cristiano echarse unos días en algún lugar aparte para saber cómo de encendida se lleva el alma, y así no caer en los reproches que hoy suelta el Señor a los fariseos que, muy bien, pagan el diezmo del anís, la menta y el comino (a todas luces el Señor pone ejemplos de una insignificancia palmaria), pero dejándose el corazón muy frío. No aman, no sienten la urgencia por lo esencial: la justicia, la misericordia, la fidelidad. Las tres palabras salen de los labios del Señor, y habría necesidad de ponerse a auscultar cada una de ellas y detenerse. Cuando terminé el desierto con los carmelitas, me dirigí al hospedero y le agradecí su hospitalidad de la mejor manera, “gracias por vuestra fidelidad”. Porque sin ella, aquel valle sólo sería valle, donde el río deja su siembra de pozas; y aquellas ermitas antiguas, señuelo de turistas, pero nada más. Los carmelitas, recordando con su rezo continuo su consagración al Señor, van atrayendo almas sedientas que piden poner sus vida a disposición de Dios.

Qué necesario es vivir en verdad y no creerse justos pagando la menta, el anís y el comino. Sigo con mis lecturas de Galdós, y el canario no se mordía la lengua para criticar la España de fin de siglo en su despreocupación absoluta por la menesterosidad de quienes se habían quedado desahuciados. Se aceptaba a los pobres como mobiliario habitual, España se convertía en el hospicio de Europa; los cristianos, desde la política, no reparaban en la justicia, y al creyente de a pie le bastaba la moneda al pordiosero después de recorrerse las capillas de la iglesia besando los pies de los santos. Justicia, misericordia, fidelidad, lo demás está por ver.