A todos nos impresiona el misterio de la trazabilidad de los acontecimientos relevantes. Cuántas veces en esas conversaciones de media noche con la familia, nuestra madre ha soltado por enésima vez cómo se conocieron nuestros padres, “pues sí, allí estaba yo, con mi grupo de amigas. Iba guapísima con aquel vestido que me ponía en ocasiones especiales, y entonces entró tu padre, al principio no le hice caso, pero se arrimó y me dio conversación, era simpático, me hacía reír, la verdad es que si no hubiera entrado en aquel bar con sus amigos, tú no estarías en este mundo”. Esta breve historia, así expuesta, produce la impresión de que yo soy la extraña consecuencia de una casualidad. Lo más fortuito del mundo no es que siempre ganemos a la ruleta apostando al negro, sino que yo tenga una existencia de peso cuando todo parece tan aleatorio. No le demos muchas vueltas, es un misterio absoluto, no me imagino al Señor con escuadra y cartabón divinos haciendo cálculos para que nuestros padres se cruzaran en el momento idóneo. Para eso tendría que trastocar muchos factores que afectan a la libertad del ser humano, como por ejemplo montar cierto tráfico en el lugar donde va el coche de mi futuro padre, para que le dé tiempo a mi futura madre a entrar con sus amigas en el bar y acomodarse en la posición exacta para dejarse ver por el pelotón de chicos que entrarán en escena.

Resumamos todo este embrollo en un par de amarres esenciales: que a Dios le importo tanto que ha entrado amorosamente en el instante de mi fecundación, que no me dejará morir jamás y que, si pongo atención, nunca perderé mi paso del suyo.

Otra cosa es la trazabilidad de mis actos deliberados, porque de ellos sí que soy responsable. Cuando tomo una decisión libre y la convierto en acto, acabo de mover ficha en una dirección, me he definido, y toda definición tiene consecuencias. Me caso, viene el primer niño y las consecuencias ya sabemos que son monumentales. Voy trazando mi vida como marido, como padre, cada acto está vinculado a estas premisas de realidad que me definen. No hay cosa que más le entusiasme a Dios que “vernos definidos”, cuando su gracia y mi libertad van llevándose bien, haciéndose la una a la otra. Y hasta cuando metemos la pata, quedamos también definidos por la humildad, y por eso podemos volver a Él con entusiasmo. Lo malo es cuando se vive en la inconsciencia de las acciones, como le pasa a Herodes en el Evangelio de hoy. Le ciega tanto la pasión que sus decisiones le conducen a la pérdida de sí mismo, es capaz hasta de acabar con la vida de otra persona, incluso de alguien a quien admiraba, como Juan Bautista.

Qué importante es saber trazar la propia vida, y aunque es verdad que nadie nos ha enseñado a vivir, que somos el violinista que tiene que ejecutar un concierto en público al tiempo que aprende a tocar el instrumento, Dios siempre insinúa lo que nos conviene…