A san Agustín le gustaba utilizar mucho los pasitos. Cuando hablaba de la eternidad, decía que allí “conoceremos como somos conocidos; amaremos como somos amados”. Este sentido pasivo del conocimiento y el amor, las dos realidades a las que se mueven nuestra inteligencia y voluntad, descubren la prioridad que en la vida cristiana tenemos que dar a la acción divina: “Señor, tú me sondeas y me conoces”. Este precioso salmo tranquiliza el alma, pero sobre todo la manifiesta: somos mucho más de lo que conocemos de nosotros mismos. Esta profundidad del espíritu humano nos introduce en la grandeza divina que llevamos dentro. Ese descubrimiento de la hondura que portamos nos ayuda a entender que el primer encuentro con Dios, el más determinante y esencial, es el de la vida interior, en el interior de la conciencia, del alma, de tu persona entera.

San Buenaventura, al explicar la vida de la gracia, acude también a la voz pasiva: “tener a Dios es ser tenidos por Dios”. Habla de la inhabitación en el alma de las tres divinas personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu moran en ti por el don de la gracia. Yo no tengo a Dios, ni lo puedo contener, y por eso, este gran santo prefería explicarlo al revés: en realidad Dios me tiene a mi.
Esta presencia divina mueve nuestra vida hacia Él, mueve nuestras potencias, nuestros deseos: es un imán irresistible para un alma que desea ser amada por Dios.

Las exigencias que conlleva el evangelio -basta leer el evangelio de hoy- son una auténtica locura. Van contra natura. Pero de esa es la novedad del Evangelio: nos habla no de la vida natura, que bastantes cosas se han dicho desde hace siglos, sino de la vida sobrenatural, que es exclusiva de Jesucristo.