Celebramos hoy la memoria del Dulce nombre de María, en principio celebrada a los ocho días de su nacimiento, pero que, al coincidir con el 15 de septiembre (Nuestra Señora de los Dolores), se adelanta a hoy.

No hay otro nombre que pueda salvarnos sino el de Cristo. Pero para llegar a Él, hay caminos diversos. Y el más rápido es su Madre, María.
Ultimamente se ha puesto de moda volver a la sencillez de su nombre, María de Nazaret, lo que me parece precioso. Quizá la teología barroca adornó tanto a nuestra Madre que nos habíamos quedado demasiado en los ropajes externos y en las carrozas, olvidándonos un poco de quién era en realidad.

No es quitarle ni méritos ni grandeza: se trata de verlos, pero en la realidad que nos narran los Evangelios, en esa sencillez típica de quien narra lo más trascendente con términos sencillos. La actual Reina de la Creación fue una humilde doncella de pueblo. Y allí, en Nazaret, transcurrió su vida. Sus padres la pusieron ese nombre, que iba a ser el más pronunciado después del de su Hijo. En la sencillez de una vida oculta al mundo, su corazón era el más grande de la creación, hasta que se encarnó en ella el Sagrado Corazón, Verbo Eterno de Dios.
Cuánto hemos de aprender de esas vidas reales, tan ocultas, pero tan aleccionadoras, de la gente sencilla que comprende bien a Dios y vive de Él. Pienso que en realidad, muchos de los grandes santos han comenzado todos con esa misma sencillez y anonimato. Se han forjado en la intimidad de Dios, y esa sobreabundancia de su interioridad, les llevó a la fama. Pero primero hubo anonimato. Precioso, profundo y misterioso anonimato. Como la vida oculta del Salvador.

La solidez de una vida interior construida día a día permitió a María levantar no una casa, sino un auténtico palacio para que habitara en él quien es Rey de reyes y Señor de Señores.

Aprendamos de María a construir la casa sobre roca, el mejor cimiento, que es el Señor.