El Señor envía a sus apóstoles como un ejército de pobres y limosneros: sin comida, sin dinero, sin techo, apenas sin ropa… Todo lo tendrán que mendigar de la caridad de los hombres. Sin embargo, a la hora de predicar el evangelio, deberán hacerlo con la cabeza tan alta que cualquiera podría pensar en un ataque de soberbia: “Y si alguien no os recibe, al salir de aquel pueblo sacudíos el polvo de los pies, para probar su culpa”.

Sin embargo, a la hora de predicar la Buena Noticia, se cambiarán las tornas y serán los demás los mendigos. El Señor se quedaba fuera de las ciudades, y quienes quisieran escuchar la Palabra debían salir a recibirla de sus labios. Jamás pidió permiso para hablar, jamás obligó a nadie a permanecer sentado durante el sermón, jamás mendigó una cátedra para hacerse oír.

El evangelio se anuncia con veneración y cariño, como quien muestra el más valioso de sus tesoros; y debe ser recibido con la misma veneración y el mismo cariño con que se pronuncia. Desprestigia el evangelio quien lo proclama como si estuviera pidiendo perdón por decir cosas molestas; quien lo anuncia con miedo, situando por delante el “yo opino…” o “a mí me parece…”; quien se avergüenza y lo calla; quien lo destila para que no moleste” … Somos, sí, muy pobres. Somos barro. Pero llevamos encima un diamante, y ese diamante tiene que brillar porque es de Dios.

La Virgen María estuvo orgullosa de su Hijo, y por eso le pedimos ese santo orgullo de quien va por el mundo regalando Vida Eterna.