Jueves 8-10-2020, XXVII del Tiempo Ordinario (Lc 11,5-13)

«Suponed que alguno de vosotros tiene un amigo». En los últimos días, Jesús nos ha hecho una especie de “catequesis” sobre la oración. Hoy, el Maestro continúa enseñándonos a rezar. Ya se ve que es un tema que al Señor le parecía muy importante… y por algo sería. En esta ocasión, compara la oración con una conversación entre amigos. Toda la Biblia está plagada, de principio a fin, de referencias a la amistad para describir la relación entre Dios y los hombres. Así, Dios conversaba con Adán en el Paraíso, y “se paseaba por el jardín a la hora de la brisa” (Gn 3,8). Igualmente, quiso gustar de la mesa y la compañía de Abrahán, aquel día en el cual “el Señor se apareció junto a la encina de Mambré, cuando Abrahán estaba sentado a la puerta de la tienda” (Gn 18,1). De Moisés está escrito que “el Señor hablaba con él cara a cara, como habla un hombre con su amigo” (Ex 33,11). Siglos más tarde, a través del profeta Isaías, Dios llama al pueblo de Israel “mi escogido, estirpe de Abrahán, mi amigo” (Is 41,8). En el último libro de la Biblia, el Apocalipsis, el Señor nos dice que “estoy a la puerta y llamo; si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él” (Ap 3,20). Como ves, decir “Dios es tu amigo” no es para nada una cosa de niños… Pero, ¿yo trato a Dios como a un amigo? ¿Hablo con él como hablo cada día con mis amigos más íntimos?

«Amigo, préstame tres panes». Santa Teresa de Jesús gustaba decir que “orar es tratar de amistad, estando muchas veces a solas con quien sabemos nos ama”. Entender que la oración es un diálogo de amistad cambia completamente nuestro modo de rezar. Por un lado, no tenemos que demostrarle nada a Dios, ni debemos ganar su confianza o comprar sus favores. Somos sus amigos, y no necesitamos ningún título rimbombante o permiso especial para dirigirnos a él. Sin embargo, por otro lado, tampoco podemos exigirle a Dios como si fuera un genio de la lámpara o un esclavo de nuestros caprichosos deseos, ni pensar que nos tiene que conceder todo lo que pedimos simplemente por pedirlo. Debemos acudir a Dios con la misma sencillez y confianza con la que acudimos a los amigos. ¡Qué alegría nos da pensar que Cristo se ha hecho amigo nuestro, para que podamos tratarle con intimidad y confianza! Igual que esperamos grandes cosas de los amigos, ¡cuánto más podemos esperar de Él!

«Al menos por su importunidad se levantará y le dará cuanto necesite». Cuando hay una amistad verdadera, el cariño y el afecto están por encima de reglas sociales o protocolos de etiqueta. Con los amigos podemos mostrarnos tal y como somos, sin máscaras, sin buscar dar una falsa imagen de nosotros para agradar. Ciertamente, nunca se nos ocurriría llamar a la puerta de un vecino desconocido durante la medianoche para pedirle un poco de azúcar o unos panes. Y, si se negara a dárnoslos, sería una grave falta de educación seguir aporreando la puerta para dar su brazo a torcer. Pero con los amigos no es así. Con Dios no es así. Igual que el amigo está siempre disponible y le podemos pedir cualquier cosa, así siempre podemos acudir al Señor, sabiendo que Él está ahí.