Viernes 9-10-2020, XXVII del Tiempo Ordinario (Lc 11,15-26)

«Estaba Jesús echando un demonio que era mudo». La Iglesia lo confiesa cada día: Jesucristo es el Salvador del mundo. No sólo el que mejora nuestra vida cotidiana, nos trae mayor bienestar o nos soluciona nuestros pequeños problemas. Si fuera así… ¡menudo Dios más deprimente! Jesús es Salvador porque ha vencido a los mayores enemigos de la familia humana, que la tenían esclavizada desde la caída de nuestros primeros padres. Él nos ha librado de adversarios más fuertes que nosotros, a los que la humanidad no había sido capaz de derrotar por sí misma. Él ha vencido, primero en sí mismo y luego en nosotros, al demonio, al pecado, al mal y a la muerte. Por eso es Salvador. No convirtamos a nuestro Señor en un fontanero arregla-líos, en un placebo barato, o en un aprendiz de mago soluciona-problemas … Cristo es mucho más que eso, Él es la respuesta a los anhelos y las inquietudes más profundas del ser humano.

«Si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a vosotros». Jesús lo dice claramente: uno de los signos más claros de la salvación que ha venido a traer es la derrota del mal. Por eso, sorprende la ceguera de aquellos contemporáneos que negaban la evidencia, haciendo creer que era la fuerza del demonio y no la potencia divina la que obraba milagros. O peor, que pidieran un signo en el cielo después de ver un prodigio tan grande en la tierra. Ciertamente, no hay más ciego que el que no quiere ver. De nada sirven los milagros si no tenemos fe, porque seremos incapaces de ver el dedo de Dios actuando en Jesucristo. En Cristo, Dios ha vencido a las invencibles fuerzas del mal. Por eso, el reino de Dios ya ha llegado, pero quizá nos falta fe para reconocerlo.

«Cuando otro más fuerte lo asalta y lo vence, le quita las armas de que se fiaba y reparte el botín». Esta parábola del Señor –porque eso es este pasaje, una parábola– nos extraña un poco, acaso porque no estamos acostumbrados a imágenes de palacios y botines en su predicación. Pero en todo el Evangelio no hay mejor resumen de la Redención. El demonio es ese hombre fuerte y bien armado, que con las terribles armas del miedo, la esclavitud, los vicios y la muerte, guarda muy seguro dentro de su palacio bajo su dominio a la humanidad entera. Pero Jesucristo, el león victorioso, el Señor de la vida y la muerte, se ha mostrado más fuerte que él. En su Pasión asaltó las puertas de la muerte y en la Resurrección, tras vencer al príncipe del mal, ha liberado su botín, la humanidad redimida. Desde la venida de Cristo a la tierra, el gran adversario ha sido derrotado. Satanás ha fracasado estrepitosamente. Por eso los fieles cantamos llenos de alegría: ¡Cristo vence, Cristo reina, Cristo impera!