No sé como lo verán ustedes, pero en mi opinión, si algo caracteriza al ser humano es la necesidad, a veces enfermiza, de ser querido. Es cierto que esta necesidad cristaliza en comportamientos de todo tipo, desde los que serían capaces de hacer literalmente cualquier cosa por sentirse aceptados y queridos, capaces de renunciar a cualquier convicción por un poco de cariño, a los que se encierran en si mismos y se vuelven huraños para huir de esa necesidad que no saben como aplacar, pasando por los comportamientos y las torpezas normales y saludables de las que todos podríamos hacer un elenco detallado con nuestra historia.

Creo que ese juego de los afectos es mucho más importante de lo que muchas veces alcanzamos a ver, y nos afecta más de lo que nos gustaría. Algunos odios irracionales, nuestras conductas excéntricas, celos destructores… en la vivencia del amor nos jugamos nuestra peor y nuestra mejor versión. Parecemos vagabundos por el desierto que desesperados por la sed se arrastran a beber a cualquier charco. Independientemente de que esa agua, de mala calidad e insana no solo no sana nuestra sed, sino que, además, nos enferma con su podredumbre y incrementa nuestros sufrimientos.

El Amor verdadero, el que sacia la sed es  el Dios, aunque muchas veces nos cueste reconocerlo, aunque muchas veces pensemos que es una quimera o que eso nos lo decimos para consolar nuestra soledad radical. Los existencialistas nos dirán que hemos sido arrojados a la existencia en la más absoluta soledad… pero nosotros los cristianos sabemos que no es así, no hemos sido arrojados a ninguna parte, sino que somos el fruto del amor de Dios, un pensamiento suyo, una palabra pronunciada desde la eternidad reflejo de su amor desbordado.

Cuando descubrimos esto nos sorprendemos, incluso pensamos, ¿será verdad? ¿soy yo amado desde la eternidad?… Es verdad así lo demuestra la historia de Jesús, así lo demuestra el evangelio que acabamos de escuchar en el que el Señor nos dice que hasta los pelos de la cabeza tenemos contados, porque en los más ínfimos detalles de nuestra existencia Dios está pendiente de lo que nos pasa. Y sólo cuando descubrimos esto, podemos dejar de beber en los charcos y sumergirnos en el torrente benéfico del amor de Dios, la fuente que sacia para siempre la sed.

Si, querido lector, Dios está pendiente de ti. Dios te sabe, Dios te ama y espera con impaciencia tu respuesta. Dios sale a tu encuentro y te dice siempre: Te quiero ¿quieres?.