En mi opinión uno de los puntos débiles de nuestra vivencia de la fe en esta sociedad posmoderna es el testimonio. Es cierto que hoy hablamos mucho de la necesidad de ser testigos, de la importancia que tiene la vivencia profunda de la fe y como esta se contagia, como el entusiasmo de saberse en manos del Señor asombra a los que se cruzan con los verdaderos creyentes. Sin embargo, pese a las magníficas reflexiones al respecto, tal vez, hoy más que nunca, sabemos que declarase cristiano en público parece tarea imposible.

Se nos ha metido en la cabeza esa idea no-cristiana que quiere reducir  la fe al ámbito privado. Parece que expresar la fe en público es un fallo en la etiqueta, casi una falta de educación de la que uno debe ser duramente reprendido. Y en muchas ocasiones callamos cobardemente ante los embates, muy educados parece ser, de los enemigos de la fe y de la verdadera libertad. Especialmente en materias como el aborto o la eutanasias, los cristianos hemos sido silenciados, parece incluso que es de intransigentes responder con firmeza al tambor de la tribu que convierte la maternidad en una condena de la que hay que abominar o la ancianidad de algo vergonzante que es mejor hacer desaparecer.

Hoy el Evangelio es claro, el que sea conducido a la palestra pública para defender encontrará las palabras y los gestos para proponer lo que el mismo Cristo nos propone. Pero esto sólo funciona si renegamos de nuestras tibiezas y hacemos verdadera opción por vivir en cristiano. Y es aquí, cuando nos encontramos en la frontera de las dudas dónde toma cuerpo el único pecado imperdonable, el pecado contra el Espíritu que supone el alejamiento voluntario, querido y consciente del poder de Dios. Cuando dudamos de que verdaderamente Dios puede vencer, cuando nos dejamos desesperar por el desaliento, cuando nuestra fe se convierte en arenas movedizas… entonces si tenemos un problema.

Pongámonos manos a la obra, confiemos en Dios, el nos enseñará lo que debemos decir.