El Señor era un hombre maravilloso, asombroso. Y sus coetáneos no podían escapar a ello. Incluso, sus enemigos quedaban abochornados cada vez que intentaban ponerle en un apuro. Sin embargo, Jesús es sencillo, bondadoso, amante de la verdad. Y ante el bien poco hay que hacer. Sí, quizás en este mundo el mal, muchas veces, parece ir ganando la guerra, pero en el caso de Dios queda claro que quien ría el último, que siempre será Él y quienes a Él se peguen, lo hará mejor.

El Evangelio de hoy es un episodio más, de tantos que hay en la Escritura, que demuestra lo que acabamos de decir. El jefe de la sinagoga no acepta el bien que procede de la mano del Señor porque se sale de sus esquemas y, probablemente, le restaría protagonismo a él mismo. Y, para defender su posición, nada más ni nada menos, utiliza la ley santa para atacar. Y, si nos fijamos, no va a por el Señor directamente (¿no se atrevería o sería consciente de que no podía hacer frente a semejante personaje?), sino que se mete con los enfermos: «Seis días tenéis para trabajar; venid esos días a que os curen, y no los sábados». Sin comerlo ni beberlo está maltratando la verdadera ley, que es la que quiere dar plenitud al hombre, y a aquellos favoritos de Dios que son los enfermos.

Quizás pensamos que estamos lejos de estas actitudes, pero, aunque sea cierto de que a grandes rasgos no estamos tan perdidos, es perfectamente posible que haya aspectos de nuestra vida en los que nos sirvamos de nuestra condición de creyentes para creernos por encima de los demás. Igual no lo mostramos por fuera, pero juzgamos por dentro y, de este modo, usamos la ley, el bien, la verdad, para subirnos a un imaginario pedestal. ¡Mira estos qué malos que son! ¡Pobrecito yo, que tengo que soportar a tal y a cual! Esas tarimas, que son pequeñas torres de Babel, son las que nos alejan de una cosa fundamental para el Señor: ¡Comprensión! Jesús se pone por encima, permanentemente, de la ley, del sábado, del templo… ¡de todo! Y nosotros debiéramos hacer lo mismo: la ley nueva no es la letra, es la del Espíritu, como san Pablo no se cansa de decir, especialmente en la carta a los Gálatas. Ese Espíritu entra en el corazón de los hombres y permite que sus almas esté abiertas a que Dios los sorprenda; NOS sorprenda, nos descoloque. Abiertas a aceptar que Dios permita pequeñas humillaciones para que seamos purificados. Y así podríamos seguir.

El caso es que nuestra condición de creyentes nos debería hacer más cercanos a los demás y no construir esos muros con los prójimos que tanto ataca el Papa. Si nos parapetamos y dividimos el mundo entre malos y buenos, el demonio habrá ganado, pues hacer eso es partir a los hombres entre justos y pecadores. ¡Y Jesús ha venido a por los pecadores! ¿Por qué? Porque no hay ni un solo justo en termino pleno de la expresión.

Pidamos al Señor esta capacidad de empatía con los demás y la coherencia para poner al Señor en el centro de nuestra vida en todo, en absolutamente todo.