¡Cómo se nota que estamos entrando en las últimas semanas del año litúrgico! Jesús, y nosotros con Él siempre, se encamina a Jerusalén, donde, sabe, verá la muerte. Pero, con ella, la salvación de los hombres y el cumplimiento perfecto del amor que Él tiene por su Padre y por nosotros.

Las palabras son duras contra Herodes, ese mismo que había decapitado al Bautista y que llevaba una vida licenciosa, bien alejada de lo que el Dios de Israel había indicado. Y, pese a la observancia de tantos judíos devotos, nadie se atrevía a hacerle frente. Sólo Jesús parece oponerse abiertamente al injusto tirano. Pero el Señor no ve simplemente al monarca como un ser pecaminoso, sino que tiene una visión más global: sufre al darse cuenta de que el pueblo no se convierte, que se deja llevar del mismo modo que su rey lo hacía. Quizás con otros pecados, pero igualmente cerrados a Dios.

Y ahí aparece abierto, de par en par, el corazón de Jesús, que sufre. Las palabras que pronuncia son desde su divinidad, pues está haciendo referencia a los profetas, a quienes Dios ha enviado a lo largo de la historia para lograr el buen término de la Alianza con Abrahán, Isaac y Jacob. ¡Cuántas veces ha querido reunir en comunión a sus hijos (y, por extensión, a toda la humanidad)! Es el corazón de Dios que sufre a través de la humanidad de Cristo. Pero es el corazón de un Dios que sufre por amor a los hombres.

Podemos pensar en este dolor de amor que tiene Jesús por todos nosotros. Pero no vamos a fijarnos en los pecados, en las ofensas de los demás hacia Dios, pues eso sería muy fácil e hipócrita, sino en los nuestros. En las veces que ponemos una espinita en la corona real de Jesús, en las veces que desunimos e impedimos que los hijos de Dios se reúnan en comunión. Este es uno de los signos de los tiempos actuales: se nos está insistiendo, sobre todo desde Roma, con el Papa a la cabeza, y con él nuestro arzobispo, que hay que luchar por esta comunión entre todos nosotros. Buscar e incidir en los puntos que nos unen, intentar poner en segundo plano lo que nos divide. ¿Cómo llevar a buen término en nuestra vida esto? Recuerda que Jesús lo volverá a decir en la Última Cena: ¡que todos sean uno!

Ya sea mediante actos de caridad, a través de la oración o como sea, quizás hoy sea un buen día para poner ante el Señor a esas personas de las que estamos separados. Para pedirle al corazón sufriente de Jesús que nos conceda amor por el prójimo, misericordia, perdón. Y también con nosotros mismos. Intentemos que el deseo de Jesús se haga realidad hoy, aquí y ahora.